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Gonzalo Alfaro Fernández


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DELIRIUM TREMENS


                   





Delirium tremens




Gonzalo Alfaro Fernández




1

   -Vamos, no me fastidie –protesté dejando el expediente sobre la mesa.

   Resoplé y me recliné cuanto pude en la silla. El viejo me lanzó una mirada severa e inamistosa que me obligó a enderezarme y coger de nuevo el expediente. Lo abrí con desgana.

   -Pero si ninguno está fichado –me quejé-. Tienen el historial más limpio que un culo scotex.

   El viejo dio un puñetazo en la mesa y se incorporó sobre los codos, atravesándome con una mirada degolladora.

   -¡Le he dicho mil veces que no le consiento sus estupideces en este despacho! –exclamó con su voz recia de malos tragos, rojo de rabia-. Otro comentario como ése y el próximo expediente será el suyo.

   Lo obsequié con una mueca burlona. Sé que ese tipo de comentarios lo sacan de sus casillas. Las formas siempre han sido muy importantes para él. Hasta me obligó a casarme con su hija cuando se enteró de que estábamos en pecado mortal. Y desde que me divorcié dejó de tutearme. Es de esos tipos que antes de trinchar al enemigo le concede su último deseo.

   Hojeé de nuevo el expediente pasando por alto los detalles, sin concederle ninguna importancia. Sabía que el viejo me observaba y su cabreo ante mi lasitud iba en aumento. Sin disimular, me limpié la yema del índice en uno de los papeles, restregándolo con energía. El óleo, todavía húmedo, dejó una mancha ovalada.

   -Nada, lo dicho, ni uno sospechoso –murmuré en voz alta, levantando la vista del expediente para cerciorarme de que había reparado en mi gesto. La última palabra, además, la pronuncié estirándola como si fuera goma de mascar. Mi declamación era efectista, quería tensar la cuerda.

   -¿No le parece sospechoso que lo hayan amenazado de muerte? –exclamó sacudiendo la cabeza, buscando un auditorio invisible que comprendiera su acrecido mal humor. Su voz traicionaba su profunda impaciencia y malestar. Era como un animal sin capacidad de disimulo.

   -Del dicho al hecho… –observé con toda calma.

   -¡No le pago para que intuya lo que puede pasar o dejar de pasar, sino para que averigüe lo que está pasando! –explotó con un tono tan poco didáctico que resultaba incongruente con la frase. Éste es sin duda el fundamento del humor, pensé para mí.

   -Pero si es que no ha pasado nada –agregué en tono apaciguador-. El tipo va a hacer un recorte de plantilla bestial y esto le ha sentado mal a algunos. Es normal, ¿no le parece? Alguien se ha calentado y le ha mandado una carta amenazándolo. ¿Y qué? Si todos los fuegos quemaran así, a mí los incendios. Vamos, ni uno solo tiene antecedentes penales. Por la boca muere el pez.

   -¡Me da igual si a usted le parece normal! –me gritó perdiendo los nervios y la compostura por segunda vez-. Quiere que averigüemos quién ha sido y eso es exactamente lo que vamos a hacer. No le pago para que haga conjeturas ni juicios de valor sino para que resuelva los casos. Y punto. No me interesa lo más mínimo su opinión al respecto. Siempre hay una primera vez –refunfuñó calmándose un poco y tomando oxígeno-. Dentro de tres semanas será el despido, así que mañana a primera hora se incorporará usted a la plantilla y averiguará todo lo que pueda. Tantee al personal para ver quién puede estar detrás de la carta. Y si para el día del despido aún no ha descubierto al responsable quiero que esté el primero allí y tome buena nota de cuanto suceda; quiero que se fije bien en cómo reaccionan los despedidos y si es necesario, si encuentra a alguno especialmente alterado, quiero que se pegue a él como una lapa. ¿Queda claro? La excusa que tendrá para mostrarse enfadado es que a usted también lo despedirán. Así que hágase el ofendido, no vaya a echarse a reír cuando lo nombren, que usted es capaz.

   -Debe ser realmente un tipo desaprensivo –dije para picarlo un poco más-. Normal que lo odien. Ni siquiera he empezado a trabajar y ya ha firmado mi despido. Al menos podía darme una oportunidad, ¿no? Lo mismo hasta soy un buen empleado. ¿Le ha pedido referencias? Seguro que usted me ha puesto por las nubes…

   -¡Cállese ya! Estoy harto de sus impertinencias. No quiero que haga tonterías, ¿me oye?  No le paso una más, se lo advierto.

   Dejé el expediente sobre la mesa y lo impulsé hacia él, abierto por la página que había manchado de pintura. El viejo observó la mancha durante unos segundos, resistiéndose para no caer en la provocación.

   -¿Sigue con la mierda de la pintura? –me espetó en tono sarcástico.

   -Algo útil hay que hacer en la vida. ¿Usted sigue con sus distracciones?

   La pregunta iba con segundas. La vena de la frente se le inflamó de manera alarmante.

   -¡Largo de aquí! –exclamó iracundo-. Y se lo repito, no haga ninguna tontería porque le juro que no le paso una más.

   -Tranquilo, seré un empleado modélico. En la fábrica, quiero decir –apostillé cucándole un ojo.

   -¡No sé por qué lo aguanto! –gritó fuera de sí, maltratando el aire con su voz de tenor fracasado.

   -Los dos sabemos muy bien por qué me aguanta –le repliqué con mucha sorna, sacándolo al fin completamente de sus casillas.

   Antes de que reaccionara y encontrase a mano cualquier objeto arrojadizo me apresuré a abrir la puerta y salir. Ésa había sido la puntilla final. Ya fuera de su alcance, con la puerta de parapeto, respiré tranquilo. La artillería verbal era para mí inocente fuego de artificio.

   -¡Fuera de mi vista, maldito bastardo! –gritó totalmente encolerizado- ¡Le juro que un día me las pagará todas juntas!

   -¡No se preocupe, ajustaremos las cuentas en el infierno! ¡Pero no olvide traer la factura por si acaso desgrava y da para comerse un asado! –le respondí yo también de viva voz y con tono mordaz.

   -¡Lárguese de una vez, maldito insolente, le tenía que haber crujido los huesos cuando…! 

   Me fui conteniendo la risa. A pesar de las apariencias, la relación entre nosotros nunca ha sido mala. Si tenemos en cuenta el secreto que compartimos se podría considerar hasta un milagro que tengamos algún tipo de relación. Otros se hubieran matado por mucho menos. No todos los hombres son capaces de perdonarse ciertas cosas. Sólo yo infrinjo de vez en cuando el pacto tácito que hemos establecido de no recordarnos cómo nos conocimos. Pero no hay mala intención por mi parte. Lo necesito para ponerme las pilas, para recordar por qué hago lo que hago y quién soy. Y él, en el fondo, lo comprende. Aunque le lleven los diablos cada vez que lo insinúo nunca ha tomado represalias por ello. Sabe de sobra que nunca me iré de la lengua.



2

La fábrica era una grotesca mole de chapa y vidrio situada en mitad de un descampado a las afueras del pueblo. Parecía ubicada adrede en aquel lugar desangelado para resaltar su fealdad. Hasta una perrera tiene mejor aspecto. Era tan horrible que sólo habría pasado desapercibida en una feria de arte moderno. Está claro que algunos arquitectos no tienen más inspiración que las sacudidas de su vientre. 

   El descampado estaba seccionado por varias calles asfaltadas que le conferían una geometría reticular y telúrica, de ciudad fantasma en ciernes. A las ocho menos diez de la mañana una procesión de coches tomó las antes desiertas calles. Con las luces encendidas, uno detrás de otro, parecían luciérnagas griposas y extraviadas. Yo, por prudencia, circulaba con mi bici por la acera.

   De cada coche descendían una o dos personas a lo máximo. Cabizbajas y mohínas, asemejaban espermatozoides mareados por una ingesta de barbitúricos. Así, como si los coches fueran condones y alguien los sacudiera para reciclar el invento. Formaban una masa ciega y pegajosa. Con una resignación poco heroica eran engullidos por aquella enorme vagina frígida que les negaba todo placer. Y lo más curioso es que ninguno oponía resistencia. Desde luego el onanista que inventó aquello debió morirse bien orgulloso por su contribución a la esterilización mental del planeta.

   Dejé la bici atada a una farola. Mi corcel a pedales, entre tantos motorizados, era un fiel reflejo de la relación con mis congéneres. Lo suyo es sólo ruido y artificio. ¡Qué angustia de gente!

   Una vez dentro, la desagradable sensación que sentí a lo lejos no hizo sino acrecentarse. La hechura de la fábrica, más que grotesca, era monstruosa. Enormes pilares de hierro fundido sostenían un techo metálico que se suspendía sobre mi cabeza a más de quince metros de altura: un cielo sin pájaros ni estrellas donde lo único flotante eran unos enormes tubos de neón que oscilaban como luminiscentes espadas de Damocles. Era aquello, en verdad, una majestuosa  catedral moderna, homenaje sincero a la estupidez humana. Cuesta entender, al confrontar estas frías e inhóspitas realidades con los imaginarios paraísos que nuestra febril mente es capaz de concebir, que no haya más psicópatas. La única diferencia entre los antiguos siervos de la gleba y los obreros de hoy en día es que aquéllos se partían el espinazo produciendo lo básico para malvivir y éstos malviven a voluntad esclavizados por el afán de poseer objetos absolutamente innecesarios. Por lo demás, la misma miseria moral les provoca su irreversible desdicha.

   Lo primero que hice fue preguntar por el jefe de personal. Me pareció lo más adecuado. Me señalaron entonces a un tipo gris y antipático cuyo mostacho tenía más personalidad que su propietario. Como si en sus manos estuviera el destino de Europa, dándose un aire de importancia harto ridículo, enarcó sus pobladas y siamesas cejas y buscó mi nombre en un listado. Yo no sabía si echarme a reír o darle un capón para que se espabilara y no me hiciera perder la mañana. Una vez que confirmó que no era un extraterrestre, con una solemnidad principesca me felicitó por incorporarme a la empresa, y tal cual se indica a un canciller su nuevo destino me indicó la sección de empaquetado, al fondo de la fábrica. Allí debía preguntar por un tal Pascual, que era el responsable de dicha sección y por lo tanto el encargado de explicarme los rudimentos del oficio. Juro que de haber tenido cacahuetes a mano el petulante se habría hartado. No se puede ser más tonto.

   Al dirigirme hacia mi destino pude observar las caras circunstanciadas del personal. Hombres y mujeres de distintas generaciones componían un cuadro dramático, una cohorte de gente desesperada. Sus morros torcidos testimoniaban el desasosiego general. Sobraba la perspicacia: se mascaba la tragedia. Muchos de ellos, en breve, mendigarían el pan en la calle. Y a pesar de ello cumplían fielmente con su deber de lastimarse alma y manos sin protestar. Me acordé entonces de aquellos indígenas que llevados a la corte del rey de Francia e interrogados por aquello que más les había llamado la atención contestaron que principalmente dos cosas: primero, que soldados bien hechos y armados hasta los dientes obedecieran a un petimetre imberbe; y segundo, que estando gran parte del pueblo famélico mientras el tal petimetre y su círculo de aduladores vivían a su costa en la opulencia no los pasaran a cuchillo para repartirse sus doblones.

   En la sección de empaquetado sólo había dos personas. No fue necesario preguntar por nadie porque el tal Pascual vino hacia mí nada más verme. Era un cincuentón con envergadura de cachalote y ojos de buey manso. Uno de estos tipos nobles por naturaleza en los que ni un ápice de maldad desfigura su franco y bondadoso semblante, rozando lo bobalicón. Lo apodaban el grandullón, mote que atestiguaba que el inventor no debía andar sobrado de ingenio.

   Con un talante mucho más simpático que el del repelente bigotudo, pero con no menos seriedad, me aleccionó sobre mi tarea, insistiendo en la trascendencia de la misma. Tanto que por un momento pensé que aquello era un manicomio.

   El trabajo era fácil. Los juguetes caían desde un tubo a una gran cesta, tenía que cogerlos uno a uno, comprobar que no tenían defectos y colocarlos sobre la cinta transportadora para que mis compañeros los embalaran. Si encontraba alguna pieza suelta o deforme no debía repararla, aunque fuera bien sencillo hacerlo, sino depositarlo en otra gran cesta situada al lado de la primera. Eso era todo. La demostración práctica que hizo el grandullón para enseñarme a testarlos correctamente la llevó a cabo con tanta escrupulosidad que me puso la piel de gallina. Ni un cirujano se toma tan en serio su trabajo. Pero en el fondo llevaba razón: los niños de hoy en día son tan sensibles que si sus padres les compran un juguete defectuoso son capaces de agredirlos.

   En resumen, era un trabajo tan tonto que hasta un mono adiestrado lo desempeñaría con suma eficiencia. El problema es que debía hacerse a un ritmo tan frenético que resultaba estresante y agotador. ¡No te permitía levantar la vista de los diabólicos juguetes! A la media hora ya deseaba visitar al jefe para ciscarme en sus muertos. Aquello era inhumano, consumía mis energías y mi moral a grandes dentelladas. Estoy seguro de que si Zeus hubiera entrevisto el futuro le habría permutado a Tántalo la condena por un contrato indefinido a jornada completa en una de estas endemoniadas fábricas.

   Menos mal que pese a la enorme trascendencia de mi trabajo no sentía ni por asomo el abrumador peso de la responsabilidad. Me la traían al pairo el jefe, los padres maleducadores, los niños-tirano, la industria juguetera y la madre que los parió a todos. Si un padre acudía a urgencias porque su hijo le había dado candela mi conciencia estaría tranquila. De eso estaba absolutamente seguro. 



3

A las doce en punto una potente sirena atronó la fábrica (...)