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Gonzalo Alfaro Fernández


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VENGANZAS

Libro



Gonzalo Alfaro Fernández


Venganzas

  

ÍNDICE

  
  • La venganza 
  • El bailarín
  • La noche del deseo
  • Se llamaba Alejandro




LA VENGANZA


Aquella mañana no lo despertaron las campanas; tampoco los gallos pavoneándose en el corral. Los remordimientos lo desvelaron mucho antes: tenía prendida al estómago una angustia que se le derramaba por el alma hasta estremecerlo de vómitos y maldiciones. Pasó la noche revolviéndose entre las sábanas, atravesado por una punzada amarga. Apenas un par de lágrimas, hombre cosido a adversidades, y se incorporó de un salto dispuesto a cumplir su destino con la resolución de quien ha de acatar un veredicto inapelable. Se lo exigían a partes iguales su hombría y su conciencia. Eran las seis de la mañana.
     Alcanzó la carta que había dejado sobre la mesita la noche anterior y la releyó por enésima vez. Las manos le temblaban al hacerlo y los labios le dibujaban un arco de dolor y desprecio, de desgana de vivir, maldito mundo. Casi podía palpar en la caligrafía el tacto de su boca de mulata, su humedad caliente, su olor a esta vida me desangra pero te amo hasta morirme. Porque era la boca de María, su boca grande y primitiva, exenta de idealismo, su lengua de pureza y lametones impúdicos como metáforas, paradojas maltrechas de la mala suerte que tuvo de nacer en un mundo podrido de ambiciones, ella, María, su María, que sólo sabía escribir besando, mojando el alma en lo más profundo.
     Retiró la mesa a un rincón, la silla sobre ella, dejando libre bajo la ventana el espacio que antes ocuparan, y entonces alcanzó y apiló los libros que se hallaban desparramados por el suelo de la habitación; libros que apenas consiguieron aliviar su soledad en noches de frío y lluvia, y en la canícula y en otoño y en todas las estaciones de diez años de arrepentimiento y exilio. Allí mismo, en el suelo, les prendió fuego sin pena, arda Dostoievsky, ardan Pessoa y Baudelaire, Cervantes y la madre que los parió a todos, almas demasiado grandes para entender la mía mezquina y cobarde.
     Y ya cuando el crepitar de los genios no alcanzaba a silenciar sus sollozos, se encaminó al dormitorio y abrió el segundo cajón de la gaveta. Extrajo un puñado de manuscritos donde estaban garrapateados sus sentimientos de hombre mortal en forma de diario, y con ellos en la mano se supo vulnerable sobre todas las criaturas hasta que un calambrazo le recorrió la espina dorsal. Los arrojó al fuego también, cenizas sobre cenizas, se dijo, dando nuevo pábulo al demonio, y sonrió lenta y tristemente, moribundo de memoria.
     Por última vez acarició con ternura la carta de María, se la restregó por la nariz para aspirar una vez más su olor de sábanas manchadas, santo sudario impreso con su cuerpo de negra exuberante, su sexo peludo y voluntarioso, su chorrear a conciencia, su resignado contornearse y gemir al ritmo del calvario. Necesitaba hacerlo para saber su voluntad rendida, para cerciorarse de que su arrojo estaba empeñado, que su valor obedecía a un fin noble y justo que trascendía su propia razón de ser. Y es que  la carta exhalaba tiempo: de recuerdos, de sensaciones, de sueños, de ilusiones, de fragmentos de porvenir desencajados, pero sobre todo de tantas y tantas pequeñas y apuradas fracciones de felicidad que nadie ya podría arrebatarle, victorias pírricas con un regusto amargo, pero tan intensas que mereció la pena. Sí, en la carta estaba su huella, tenía la cualidad de la sangre que fluye bajo la piel de la civilización, salvaje y verdadera, como una serpiente enroscada en las entrañas.
     ¡Al fuego también, que arda todo! Su vida entera se le agolpó en las sienes hasta abrasarlas. La cabeza le daba vueltas, se mareaba por momentos. Estaba descubriendo que las letras dibujan siluetas de fuego más conmovedoras que las propias llamas. Y se sintió tan vacío que se dio asco. No era ya saberse un miserable sino sentirlo, porque las cosas que de verdad importan son las que se sienten sin necesidad de pensarlas. Ni siquiera de saberlas. Se decía que este mundo es ruin y mezquino, pero no era excusa suficiente, él no hizo nada por cambiarlo. Y si la carta ya de por sí alteró lo bastante su ánimo, esta revelación tardía, o este reconocimiento tardío de su mísera condición humana lo confirmó en su decisión de enmendar el error que había arruinado su vida y su conciencia para siempre.
    
     Partió en la alborada hacia la estación de autobuses sin más equipaje que su propia determinación y la seguridad de no volver. Se internó por callejones lúgubres para evitar el embarazo de una despedida. Prefería los perros vagabundos y las reyertas a navajazos a las explicaciones. Caminaba deprisa, arropado en su descosido gabán, imposible saber si para evitar el encuentro hostil con algún borracho o para despistar al frío.
     Cuando llegó a la estación se dirigió a la taquilla sin levantar la cabeza ni mirar a nadie, inmerso en sus pensamientos. Dos señoras que allí estaban sentadas esperando probablemente la llegada de algún familiar hicieron el ademán de saludarlo sin obtener respuesta. Ya tenían de qué hablar. Por supuesto ninguna de las dos podía siquiera imaginar el infierno que bullía en su cabeza. Menos aún sospechar que sería la última vez que lo verían. No sabían que de haberse detenido a saludarlas el desconcierto hubiera sido mayor, porque la única respuesta que habrían obtenido a su curiosidad  hubieran sido dos ojos inyectados en sangre y odio.
     Compró el billete, y cuando el dependiente quiso darle el cambio lo rechazó con un gesto inequívoco de desprecio. Entonces se fue a sentar afuera, al descubierto, con un frío que atería las entrañas.
     Gabriel era de mediana estatura, delgado, fibroso y moreno. Tenía el rostro afilado como una navaja de crimen y sus arrugas prematuras delataban años de indigencia. Poseía esa fisonomía anacrónica, incalculable y huidiza, que concede la intemperie espiritual a quienes profesan su culto: una especie de oscuro manto que envuelve y guarece a los desheredados de universos compartidos, a los solitarios, a los espíritus errantes, aquellos que calzan pensamientos de otras extensiones, que gastan ropas cuyas medidas de tiempo no corresponden con las suyas, indumentarias extemporáneas zurcidas por una extraña lucidez rayante en la desidia, la desilusión, el aislamiento, la incomprensión, el desaliento, la desesperación. Sólo sus ojos se salvaban de aquel naufragio de miseria como dos faros en un mar sin piedad; ojos de una profundidad insondable, de haber visto lo que ningún ser humano jamás debería ver: verse tan adentro, limpio de orgullo, de vanidad, de esa basura con que nos lustramos para no asustarnos demasiado, para dar sentido a nuestras vidas absurdas. Él se había mirado desnudo de egoísmo y eso es clavarse en el costado una daga del tamaño de una cruz. Por eso sus ojos revelaban algo más que un simple latir, lo revelaban en su esencia, como nunca se revelan los hombres, o casi nunca, ni siquiera los animales, sin la máscara, siglos de drama en las pupilas, el desamparo, ¿por qué nos has abandonado?

     Para cuando llegó el autobús los primeros rayos de sol rajaban la niebla presagiando un día caluroso, y para pasmo de los revisores, que lo habían contemplado atónitos enfrentarse al frío de rigor de la madrugada sin un solo estremecimiento, lo vieron ahora temblar, iluminado por un rayo que le brillaba a sol y sombra, perfilándole un rostro casi inhumano, faraónico, irreal, como una premonición.
     Se sentó en el último asiento, como siempre lo hizo desde niño, y desempañó con la mano el cristal, escarchado, que le devolvía su imagen fluctuante entre el anonimato de la niebla y el rencor.
     La carretera serpenteaba, tortuosa, como campanada de vértigos. Parecía hecha a imagen y semejanza de la circunvolución cerebral del ingeniero que la trazó. Se contorsionaba como una puta en celo, pero Gabriel la sentía casta, sin fisuras, como a María en la noche con el viejo encima babeándole su prepotencia, estúpido, haciéndole sufrir la crueldad del mundo, de los hombres que lo inventaron, mientras ella piensa en mí y cree que las palizas que le propina son caricias mías y los insultos mis susurros de amor. Algo debe inventar para sobrevivir, para sobrevivirse, para sobrevivirnos, los besos que sabe sueño para ella, los arrullos envueltos en la madrugada rezando para que todo esto acabe un día y empiece la vida real, la que queremos, la que nos es lícito soñar y ellos, él, nos la impide. Los demás también que no actúan y aprueban en silencio, pero sobre todo el viejo, y lo que él representa, maldito viejo que me ha envenenado el alma.
     Desde luego habría sido menos penoso vadear el río por la cara oeste para luego remontar la vertiente por el otro lado de la ladera, atravesando la garganta por la inclinación más suave. ¡Si alguna vez se imitara a los asnos en algo más que en el rebuznar! Esa era la ruta que hacía el cabrero. Gabriel lo divisó a lo lejos, aferrado a su bastón, subir lentamente guiando el ganado. Ya no es el que era, cualquier tropiezo y se rompe la cadera. Buena gente Mario, eso es por vivir siempre con las cabras, que lo ha humanizado, sin principio de degeneración, pero un mal tropiezo y se queda sin pan, ése es el precio. Así pensaba Gabriel, hundido en el asiento, mientras miraba sin mirar por la ventana, cada vez más asqueado del mundo y de sí mismo, centrifugándosele el odio por dentro hasta escupirlo por la boca. El autobús se balanceaba en cada curva como una patera en la cresta de una ola. Los que no mueren  sirven al Amo y acaban siendo también viejos como ellos, con la misma peligrosidad, nada hay más moldeable que la humanidad, estúpida, los amortiguadores más elásticos que la ética de un político, más muelle que el sillón de un dictador, la predisposición de los astros, el destino y toda esa mandanga, ¿será cierto todo ello? ¿Qué hay de verdad, hasta dónde influye el azar en la vida? Kilómetros y kilómetros de rutina de baches y repechos y algún que otro desprendimiento. Kilómetros y kilómetros de hombres babeando, sudando, entrando y saliendo con violencia y hastío. El conductor tenía en las manos tatuado el peralte de cada curva. Aunque no me suena su cara, pero quién sabe, quizá también él la haya babeado. La supremacía de las razas superiores, de los hombres que se hacen con las riendas, todos como el viejo, sin principios ni moral, éticas de viento y raíces emponzoñadas. Y encima, para rematar el calvario, al calor asfixiante no lo resistía la velocidad de la tartana, porque los cristales bajados, más que un alivio, suponían un respiradero para el hálito infernal que castigaba el paisaje. Las moscas se afanaban en su locura terrorista con la coronilla del conductor. Era principios de octubre, pero si no fuera porque en las noches el otoño se colaba para ir tanteando el terreno se diría que agosto pretendía durar hasta el invierno. Extraña estación aquella de contrastes, torre de Babel climatológica. ¿Habría existido realmente la Atlántida? Y qué más da, estaría poblada por hombres, contaminada por ellos, Antinea no sería más que un viejo disfrazado de mujer. 
     Las ideas, en desorden y deshilachadas, pasaban por su mente como fantasmagorías espectrales del delirio. Ni el paisaje ni el calor calaban su piel. Ni lo rozaban siquiera. No era consciente ni del uno ni del otro, porque tenía el ánimo en regiones más graves, tocándole el hígado. Le emocionaba tan poco cruzar Pinto como Valdemoro. Como si hubiera escalado el Himalaya en trineo o atravesado el monte de Venus en locomotora. Su ánimo estaba tan sombrío que cada curva la tomaba con una arcada de pensamientos febriles. Un fardo de desesperación e impaciencia le doblaba el espinazo. Ningún trayecto comparado al que hizo a pie y descalzo, el vital, el que le gangrenó el alma y le amputó las ganas de vivir. La carretera se le antojaba el espejo de su voluntad. Pero esta vez iba a ser distinto, esta vez venía a ajustar cuentas y nada ni nadie se lo impediría, porque esta vez sí sentía, ya no sabía tan sólo, sino que sabía que sentía, y cuando un hombre tiene esta certeza es un dios de la antigua creación, y él sentía a María muy dentro, licuada en su sangre, disuelta como una dosis necesaria, ¡vaya si la sentía!, y se relamía los labios sólo de imaginarla cara contra cara para poderle decir las cuatro verdades que nunca tuvo el valor de decirle, y mirarla a los ojos hasta el profundo, y acariciarla y besarla y volcar toda la ternura de que era capaz para con ella y le debía.
    
     Cuando bajó del autobús un sudor espeso le escurría desde el cabello. El calor era sofocante, la una al mediodía. En derredor no se podía observar más que una planicie llena de cantos, con agujas de piedra que bien evitara uno servirles de punzada. Brillaban el suelo y las piedras, brillaban fuego o hablaban un idioma de odio también. Tomó el camino de tierra que se desviaba hacia la derecha, hacia la colina, y comenzó a andar lentamente, midiendo los pasos, las fuerzas, el resentimiento.
     Ya en lo alto, cuando divisó la antigua casona anclada en la meseta, un escalofrío lo recorrió entero. Allá, apartada del mundo, allá tan sola, parecía un fantasma empecinado en luchar contra los elementos. De arquitectura de madera, aparentemente tan frágil en un reino de piedra. Y sin embargo sus muros contuvieron los vientos y mareas de todas las degeneraciones sin que se resistieran sus cimientos. Estremecía sólo pensarlo.
     Durante la caminata Gabriel había sido violentado por el recuerdo del viejo en todas sus formas, y la rabia le había hecho correr a ratos, desbordándolo. Ahora, sin embargo, frente a la casa, su ánimo cambió, fue invadido por otra imagen, desprendiéndose de su piel erizada de llamas parte del odio. Ahora sólo podía pensar en María. Le poseyó en cuanto se halló frente a la casa e instintivamente miró hacia arriba y vio su ventana cegada por dos tablas y supo por qué estaba allí y cuánto amor sentía por ella.

     La casona se hallaba en un estado lamentable, ruina de glorias, el porche comido por la hojarasca, las persianas bajadas y polvorientas, la madera sin barnizar, las paredes desconchadas, las telarañas colgando su autoridad.
     La puerta estaba cerrada. Dejó la mochila en el suelo, arrimada a la pared. Golpeó el aldabón contra la placa de bronce que esclarecía qué clase de lugar fue aquél. Primero lo hizo suavemente, desesperando del silencio que temía, después con firmeza, el puño cerrado y atento, hasta que ésta cedió a su impulso con un gemido de crujir de goznes oxidados que le puso la piel de gallina. Entonces se oyó la voz del viejo, una voz enmohecida que se colaba atravesada por las grietas. Venía del fondo del pasillo, del salón.
     -¡¿Quién anda?! –gritó de nuevo el viejo.
     Gabriel se sintió palpitar el corazón hasta temer que le reventaran las arterias. Por un instante se estremeció, vacilando en sus miedos, perdió el equilibrio, necesitó apoyarse en la pared y pegar la oreja a la misma. La realidad no le bastaba, necesitaba sentir su cualidad física. Reconoció entonces los matices de su voz, su forma y tamaño. La reconoció por su olor, de ron añejo y tugurio, por su pasado turbulento, cicatriz de honduras impenetrables, de maldades sin fin y arrepentimientos y perdones que nunca llegaron, y sintió como un navajazo que su sombra seguía habitando la vieja casona de maderas carcomidas y ventanas azules y paredes tapizadas en papel barato de colores. Se sintió retroceder, cobarde, se recriminó, no viniste acá para esto. Silbaba el aire nostalgia y sus pasos enmudecían con el polvo cómplice que se acumulaba sobre la alfombra, que en verdad es ceniza, sí, es ceniza, ando sobre los muertos, ellos están conmigo, también los vengaré a ellos.
     Con el corazón en un puño cruzó las habitaciones desnudas, lanzado de soslayo miradas que le encogieron el alma. Y en algún momento le asaltaron las lágrimas al contemplar los doseles raídos de otrora tálamos promiscuos alquilados a la lujuria y la sífilis. En el bochorno de la memoria le resultaba insufrible su penumbra sin insinuaciones: las voces, las risas, los llantos, las confesiones, los juramentos, todo estaba perdido para siempre en los recodos del olvido más negro, el de los pobres sin flores en las lápidas, el de los objetos que dejaron de ser útiles prematuramente, antes de que nadie pudiera cogerles afecto o recordar sus nombres. Sentía a cada paso que avanzaba hacia el salón que un ajeno latido de vida lo desahuciaba y hacia temblar con miedo de niño huérfano. Le flaquearon las fuerzas, o las agallas, lo mismo es, y se vino al suelo, derrumbado, rendido a la evidencia, cuando ya la luz tenebrosa y amarillenta del salón y los primeros peldaños se le recortaron como verdades, propiamente delante de él, palpables, claros, reconocibles. Sudaba naufragios, un sudor espeso y amargo como la bilis. Fue  entonces cuando tuvo el arrojo de sacar la navaja del cincho y amenazarse las venas, pero un último temblor lo paró, lo salvó, cobarde, no viniste acá para esto, y acopiando agallas se adentró por fin en el salón.
     Allí estaba el viejo, envuelto en su mismo sopor de derrota, vencido como el honor de un siglo pasado, con la misma ropa con que diez años atrás le juró que si volvía a pisar la casa lo mataba.
     El viejo lo miró de arriba abajo, con una mezcla de confusión e indiferencia, pero sin resentimiento. Parecía que estuviera esperándolo, sin más sorpresa. Un solo gesto le sirvió a Gabriel para entender que oscilaba en el vértigo de la locura, que toda la casa pertenecía, junto al viejo y las medallas, a otro tiempo; el aire que burlaba las paredes agitaba en aquel sucio e injuriado salón banderas de color ya desvaídas. Entonces sintió Gabriel un no sé qué por dentro, un desmayo en las vísceras, una traición, éste no era el viejo al que esperaba encontrar.
     El viejo volvió a mirarlo, esta vez con más insistencia. Quizás es que todavía no me ha reconocido, entonces despertará. Era necesario que lo hiciera para la consumación de la venganza. Pero tenía los ojos grises, encortinados tras la ceguera que lo amenazaba, y no, definitivamente ésta no era la víctima que reclamaba la venganza. El viejo volteó la vista hacia la fotografía que había sobre el aparador con indolencia, fijando sus ojos en ella con innegable expresión de tristeza. Veía el retrato del hijo muerto, que era él, Gabriel, vestido de marinero diez años atrás, antes de que ocurriera todo, recién alistado en la marina. Porque el viejo ya había decidido que él estaba muerto. Después volvió a mirarlo, al resucitado, a él en la puerta sudando, vacilando en su resolución, y asintió a su modo el derecho a compartir el sofá.
     Gabriel se sentó junto a él desplegando una sonrisa de lúgubre ironía. Eres cruel, me invitas a velarme en mi propio funeral. Pero sabía que se mentía para odiarlo con fuerza, porque el viejo aceptaba la resurrección. Le ardían las vísceras de la impotencia. Estaba perdido. Lo había imaginado de otro modo, como siempre, convencido de que el tiempo no habría hecho mella en él, que hay cosas que nunca cambian, que no pueden cambiar, y sin embargo… Ni siquiera para cumplir la voluntad de su juramento. Ni malhumorado, ni borracho, ni brutal. Y ello, justamente, es lo que hubiera deseado, porque le habría facilitado las cosas. Pero jamás así: tan viejo, tan resignado, tan vulnerable, tan digno de lástima, tan poca cosa. Hubiera sido tan sencillo… Sin embargo así… Sólo faltaba el arrepentimiento, perdón por todo el daño que te hice, que os hice, perdón por haberos arruinado la vida. Maldita sea, míralo bien, se dijo, sólo es un desgraciado.
     Sin ganas siquiera de mirarlo a los ojos, las palabras atravesadas en el estómago, Gabriel levantó la vista hacia el retrato. Allí estaba él eternizado, tan suyo, en todo su esplendor, tal como siempre se vio y se supo, se creyó, hasta el naufragio, claro, entonces fue cuando comprendió. Ahora era otro hombre, como el viejo era otro viejo, y le costaba reconocerse: la condecoración al valor ajustada en la solapa, el semblante grave de quien rinde honor a la patria, la mirada glacial, orgullosa y prepotente, anticipo de compostura heroica.
     Al cabo de media hora, apurando las inhibiciones y con un descaro inusual en él lo enfrentó:
     -Mira padre, esto tiene que acabar.
     -Hubiera llegado a almirante –dijo por más el viejo, cortándolo, sin apartar la vista del retrato.
     -Si, a almirante por lo menos, pero no llegué a ver el mar ni de lejos.
     El viejo apretó los labios hasta secarlos y frunció el entrecejo de dolor. Diez años llevaba así, demacrado y exangüe, sin despegar los ojos del muerto jurando la bandera de un futuro prometedor.
     Gabriel cobró en ese preciso instante plena conciencia de su cometido: debía dar fin al suplicio por las buenas o por las malas. Cada vez más exaltado ante la frialdad del viejo, notó cómo se le deshacían los últimos escrúpulos y dio un respingo en el asiento. Un cosquilleo de fuego en el alma se lo avisó. Sabe que María, sí, sabe de sobra que la amo, que no es un capricho e insiste en tenerla encerrada contra nuestras voluntades, porque ella también me ama, que no hay llama imaginaria que resista los vientos con tanto ímpetu. Casi le daba ya la espalda al viejo, a punto de reventar de rabia. Lo sabía un muro de maldad interpuesto entre los dos amantes. La personificación de la penitencia, haciéndolo creerse muerto, a él, que estaba allí tan vivo, mucho más vivo que nunca porque por sus venas la sangre abrasaba de cólera y venganza y de cada poro de su cuerpo manaban océanos de pasión ultrajada.
     El viejo se hundió más en su miseria, en el sofá, y a Gabriel le dolieron las palabras. Pero no podía retroceder ahora, no, no debía, ahora no, ya era demasiado tarde.
     -¿Te quedarás a cenar? –preguntó el viejo sin odio.
     -Sí, padre, a eso vine, me quedaré a cenarte.

     Gabriel se levantó, necesitaba respirar otro aire, se asfixiaba. La tenue luz que vomitaba el salón era suficiente para entrever los fantasmas. Las escaleras, picadas por el olvido, se descubrían en la penumbra. Miró hacia el salón, cuya luz matizaba la agonía del viejo. Como un anticipo perverso de venganza, Gabriel acarició la tentación: cada peldaño un castillo de carne, de prostitución. Miró de nuevo hacia el salón, hacia el viejo, y contrajo los labios en un mohín de repugnancia. Sí, esta noche ajustaremos las cuentas, padre. Esta noche sí, y entonces se encaminó escaleras arriba, con el hígado palpitándole, venciendo remordimientos.
     Recorrió la casa, laberíntica, y creyó escuchar ruido. Quiso desmentir a sus sentidos, incapaz de afrontar la realidad, maldita mi imaginación, se recriminó. Está vacía, comida de polvo, las cenizas flotando. Sin embargo volvió a escuchar un ruido, cada vez más vivo, un aliento en el silencio. Provenía del dormitorio de Anita. El ruido se convirtió en gemidos, en vicio. La puerta estaba entornada. Gabriel se asomó con incredulidad. Se frotó los ojos. Allá estaba Anita, un siglo avejentada, cabalgando sobre un calvo, las carnes flácidas, los pechos secos, los estragos de la gravedad, la degeneración. ¿Eres tú o estoy soñando? Anita reculó un poco, oseando, estaba en el puro esqueleto, toda pellejo. Su cabeza se perdió en la entrepierna del calvo. Después le escupió los placeres a la cara y ambos rieron. Era una risa inhumana, hiriente, histriónica. La diferencia siempre fue abismal, se dijo. Para con los demás, el viejo incluido, el sexo es un ejercicio gimnástico de contracciones y espasmos, sin embargo conmigo siempre lo hizo como una liberación, con amor, aunque el viejo jamás pudo entender en qué cambiaba la cosa. Sí, en aquellos tiempos él la hacía gozar como ninguno, le hacía chorrear ríos de placer, la desmayaba entre sus brazos, porque le ofrecía otra cosa distinta, hasta ternura, hasta es posible que la quisiera un poco. Pero viéndola esta vez Gabriel no sintió nada, salvo lástima, aquellos fueron otros tiempos, inmadurez quizás, necesidad de cariño, a saber. Maldita sea, ésta es una casa de locos, es una casa de fantasmas. Anita, ¿tú también te has vuelto loca, o sólo eres un fantasma más? Todos estamos locos si la lucidez es sacrificio. Hacer soñar al padre con el hijo, hacer soñar al padre reencarnándose en el hijo. Es un complot vil. El último vestigio de esta civilización sádica sólo puede ser un sacrificio violento, una inmolación consensuada.
     Se apartó de la puerta y vagó por el resto de la casa sin saludar a las sombras que a cada trecho se le aparecían como espectros nebulosos. Jirones de carne en vestidos de novia raídos. Es mi imaginación, se dijo golpeándose con la mano abierta la sien. Ni Anita ni las otras, son todas fantasmas. Pero fue un gesto mecánico sin convicción. Se decía esto porque tenía miedo a encaminarse hacia las escaleras de verdad, las que contaban, las que necesitaba ascender, las que culminaban en la buhardilla, en María. Al final lo hizo, las subió, lo necesitaba.
     La puerta estaba picada de tachones. La acarició, la olió, la abrazó, la besó.
     -María –balbuceó-, he vuelto, estoy aquí.
     Pero María callaba, ni tan siquiera silencio, era un eco de muerte anticipado. Gabriel saco la carta del gabán. Las manos le temblaban. Ahora sé que fue Anita quien burló la vigilancia del viejo.
     -Te juro que te amo –dijo empujando la carta por debajo de la puerta.
     Ahora sí la sintió arañar desde el otro lado, desde su otro mundo aparte, y un sudor frío lo recorrió hasta las vísceras, y después un suspiro se le metió hasta el fondo y cayó al suelo casi inconsciente, casi extasiado, casi mistificado. 
     -María, perdóname…
     Le costaba sobreponerse a la emoción, la garganta se le cerraba con tenazas. Sacó la navaja convulsivamente, y esta vez la piel se le abrió, separándose como dos reproches de carne que ceden a la verdad redentora de la sangre. Un corte limpio, a la altura de la muñeca. Oh, María, si pudieras perdonarme, soy un miserable, me avergüenzo de mí, no quiero desfallecer como un pusilánime por un poco de sangre que además te pertenece. Bajó la muñeca hasta sentir el frescor del suelo, arrimándose a la puerta, para que la sangre la franqueara, que corriera entre las juntas de las baldosas. Y sólo cuando la sintió lamer desde el otro lado, su áspera lengua de mulata bebiéndola con avidez,  respiró aliviado. Malditos sean los azares que te trajeron acá, a este antro alejado de la mano de Dios, a esta otra realidad. Yo venía desmayado, recuerdo, como en este momento en que me desangro, que te entrego mis sangres, o mi sangre, pero de otra manera. Venía del cementerio, de poner flores a mi madre como cada catorce de agosto. Tú sabes, el viejo la mató a golpes una noche de verano. Ni llegué a conocerla, no tuvo el detalle de respetar mi destete, maldito. Tenía quince años, tú catorce. Cuando me abrió Joaquín creí que acabaría conmigo cumpliendo órdenes del viejo porque aquella mañana le eché en cara mi orfandad. Pero no, me dejó pasar y hasta me miró con lástima. «Pasa hombre, tranquilo, el viejo te perdona y comprende, esta noche te dejaremos a Anita sobada y caliente y sin ganas, como un favor, amigo, como una violación, porque no es bueno que duermas solo, esta noche no.» Lo hubiera apuñalado allí mismo, aún no sé qué me contuvo. Atravesé la sala de espera, las mesas desparramadas atestadas de hombres que eructaban su pobreza mientras aguardan su salario de amor por una vida sin esperanzas. Me encaminé hacia el viejo a través del pasillo de amores pagados. Las paredes desprendían aquella noche un olor a orines y alcohol más agudo que de costumbre, a vomiteras y sudor insoportables. Me franqueaba el paso un regimiento de desalmados y mi estómago comenzaba a revolverse con toda la ausencia de puertas y todas las miradas acusándome como a un intruso o un impostor. Entré sin llamar a lo que llamaba su despacho, bastardo, de una patada. Y allí estabas tú, pobre criatura, el viejo manoseándote en su salón proa de barco mercante donde acostumbraba a violar las ganancias, a las hijas de los deudores. O ellas o muertos sin causa aparente una madrugada. Y acá se quedaban, os quedabais, para que otros barcos atracaran en vosotras y os descargaran su mercancía de enfermedad y humillaciones. Te metía la mano por debajo de la falda, todavía recuerdo. Tú eras una chiquilla y llorabas. Estabas tan asustada que ni podías ni sabías huir. En vano apretabas los muslos porque sus dedos hurgaban hacía rato adentro de tu virginidad. Yo te odié al verte la primera vez, sí, te odié, porque venía de poner flores a mi madre y el viejo babeaba contigo, pobre criatura, y no me diste pena, te vi como un objeto que lo hacía feliz y por eso te odié. Odiaba demasiado. La sangre que pronto te iba a escurrir por las piernas, el crimen y tus gritos anunciados no se me importaban nada. Viejo de mierda, voy a matarte, las próximas flores serán para ti, le dije, y el viejo se me rió en la cara, ¿recuerdas? Tú aprovechaste para soltarte y acurrucarte en el rincón a llorar en silencio. Tan niña, tan niña ya mujer, tan asustada, tan apartada en el rincón de tu infancia que veías desvanecerse para siempre, tu infancia con las carnes magulladas por los sollozos, pobre criatura, o por la paliza que el viejo te había propinado ya para amansarte. Reía como una bestia y te miró con lascivia, el labio flojo. Entonces yo te miré por primera vez de verdad a los ojos, y vi quién eras y el viejo confundió los sentimientos. Tómala, dijo, la virginidad se cotiza cara, pero esta noche te la debo, sea la paz, y me da igual lo que hagas con ella, como si quieres matarla, allá tú, por mí no tengas cuidado. Me diste la mano tímidamente, querías salir de allí como fuese, temblabas entera. Subimos hasta aquí y no hicimos nada, nos pasamos la noche abrazados y llorando, sobraban las palabras. Prometimos no decirle nada al viejo, pero él lo supo, maldita sea, lo supo y entonces…
     Gabriel se puso en pie, se quitó la camisa y se hizo un torniquete para no terminar de desangrarse.
    -No llores María, por favor, ahora debo irme, pero volveré, te lo juro, volveré, esta vez sí que volveré, créeme, nadie me detendrá.

     Bajaba torpemente las escaleras, turbia la mirada y revueltos los sentimientos, cuando al fin de las mismas se tropezó con Anita. No había sido una broma de su imaginación verla antes. Avejentada un siglo de sufrimientos allí estaba al pie de la escalera, Santa Magdalena impenitente de calvarios, un vía crucis cada variz de su cuerpo humillado.
     Se interrogaron sin palabras, apenas un reproche mudo por parte de ella.
     -Benditos sean mis ojos –exclamó al fin la pobre, conteniendo las ganas de llorar su vida-. Creía que nunca volvería a verte, que te habías ido de verdad.
     No la engañaban sus ojos, era él y venía de arriba, de buscar a María. Pero María es un ángel rendido, sus alas están maltrechas y se despliegan inmisericordes, sin pasión, baten el aire de las almas en pena, y eso que podría haber muerto en tus besos… Reparó en la camisa empapada en sangre, en su rostro pálido de muerte, y no pudo contener la emoción que la embargaba y que escapaba de lejos a su raciocinio, a sus cálculos.
     Gabriel la estrechó con fuerza entre sus brazos, como un esclavo podría abrazar las cadenas tras un naufragio. Anita se dejó abrazar desmayada, pidiendo esclavitud.
     -Me he acordado mucho de ti –masculló Gabriel al tiempo que le besaba la frente.
     -Eso ya lo sé, no es necesario que me lo digas –acertó a balbucir Anita entre sollozos-. Ya era hora de que volvieras. Yo sabía que volverías, sí, lo sabía, me lo decía éste –apuntó echándose la mano al corazón-. Pobre niño mío, has debido de sufrir tanto. Qué tontería, claro que has sufrido mucho.
     Lo abrazó de nuevo sin poder reprimir ya las lágrimas y lo besó con ardor en la frente, en las mejillas y en los ojos, besos largos cargados de pena.
     -¿Y tú qué haces todavía por acá? –le preguntó Gabriel, apartándola de sí, agobiado de tanto cariño.
     Luego, con un tono de amargura y decepción añadió: 
     -Pasé por tu dormitorio pero no quise molestarte.
     Anita casi se echa a llorar a lágrima viva. Por suerte pudo controlarse, porque corría el riesgo de abrir surcos abismales en su rostro en los que Gabriel se hundiría sin salvación. Cargó su voz estoica de dignidad como un bote salvavidas a la deriva.
     -Ah, eso, son viejos clientes, tú sabes. Una no puede cambiar de oficio a ciertas edades, ni ganas que tiene, ¿para qué? Este es un oficio como otro cualquiera, una se acostumbra. Pero ahora lo hago por mi cuenta, ya sabes que el viejo se desentendió del negocio. Las otras se fueron, pero yo me quedé. Al fin y al cabo ésta es mi casa, mi vida. Vine acá con doce años, ¿dónde voy ahora?… Además está María –añadió carraspeando-, yo me encargo de ella. Todas las tardes el viejo me da las llaves para llevarle la comida y recoger la del día anterior, porque casi siempre devuelve el plato lleno. Le llevo novelas también, que las devora, y de eso creo yo que se alimenta.
     Gabriel tenía un nudo en la garganta. Volvió a abrazarla, aplastándola contra su ánimo deshecho, y se repitió el juramento.
     -Y tú, dime, ¿dónde te has metido todo este tiempo? Te tragó la tierra, mi niño. Yo creí ver morir a María las primeras semanas. Fue tan duro. Después la criatura lo fue asumiendo y se inventó su mundo. Así consiguió aislarse para sobrevivir, creo yo.
     -Y al viejo… ¿también lo cuidas a él?
     -¿Lo viste ya? Está irreconocible. También me encargo de él. Por lo menos que muera con algo de dignidad, me da lástima a pesar de todo.
     -La dignidad que nunca tuvo…
     -No digas eso. Él es otro desgraciado, siempre lo fue, también a él lo engañaron, lo educaron de esa forma y luego la vida lo volvió así. No creas, está arrepentido, yo lo sé. No pide perdón por su orgullo, pero alguna vez, durmiendo, lo he sorprendido hablando con los muertos y lloraba. Eso sí, sólo cuando duerme. De mí nunca se acuerda ni en sueños, pero no me importa, yo ya lo he perdonado. Ya ves, con la edad nos volvemos débiles y perdonamos. Pero ven, mi niño, vamos a curar esa herida. Hay que ver qué tonto eres, ahora me vienes con estas niñadas –le recriminó mientras estudiaba la gravedad del corte con infinita compasión.
     Anita se aplicó en la herida con agua oxigenada y un par de vendas. De las otras no sabía nada. Unas se fueron a la capital, ya viciadas o bien avergonzadas de por vida, demasiado humilladas para pisar un altar, como si ellas tuvieran culpa de algo; otras volvieron con sus familias o simplemente desaparecieron.
     -Yo no sé por qué me quedé, la verdad -suspiró dejando escurrir las palabras por una boca sin labios que ya no sabía mascar el sentido de la vida-. Mi cuerpo, ya ves, no está apetecible, se acuestan conmigo porque no tienen nada mejor. A veces me pegan porque no tienen por dónde agarrar y me lo hacen por detrás, ya ves, dicen que si no no sienten nada, pero yo sé que es por vergüenza, para no  tener que mirarme a la cara y darme las gracias. En el fondo no son mala gente. Es un pueblo de perdedores, un pueblo maldito, tú lo sabes. Las cosas andan mal, no hay futuro, no hay dinero, no hay esperanza. Pero dime, todavía no me has dicho dónde has estado todo este tiempo.
     -Estoy cansado, me duele la fatiga.
     -Bonita expresión –dijo Anita secándose las lágrimas con la manga del vestido, y por primera vez sonrió-. Me duele la fatiga –remedó con cierta burla-, bonita expresión, sí.
     -No merece la pena llorar en este mundo –añadió Gabriel para sí mismo sin escucharla, arrastrando guturalmente la poca convicción de sus palabras, ausente de Anita, ensimismado en su pensamiento.
     -Al menos llorando se riega el alma un poco para que no se seque del todo –replicó  Anita retrocediendo unos pasos, alarmada por la mirada violenta de Gabriel.
     -Pero demasiada agua acaba pudriendo las raíces.
     La frase sonó como un eco de ultratumba. Anita retrocedió unos pasos más, asustada.
     -¿Cuánto tiempo te quedarás? –balbuceó al fin.
     -Hasta que sacie mis hambres.
     Anita se estremeció, sabía qué significaba aquello. Lo miró consternada, le terminó de arreglar la venda y lo abrazó. Después Gabriel la acompañó hasta la puerta.
     -Ven a cenar esta noche. Te esperamos.
     -Está bien, vendré si es lo que quieres.
     Cuando cerró la puerta se percató de que el viejo estaba asomado en el salón. Maldito seas, así que no estás tan muerto como yo pensaba.
     -¿Ya se va? –gritó el viejo.
     -Sí, la he mandado a descansar, aquí ya no tiene necesidad de venir.
     El viejo acusó su crueldad e hizo un mohín extraño, casi afligido. Notó que le temblaban las sienes. Gabriel intuyó, y no sé qué nervio le dio un calambrazo. No, no puede ser, se dijo, el viejo y Anita no. Diez años de soledad arrepentida rasgan todos los entresijos del alma y la cordura. Pero sigue vivo, que es lo importante, y yo lo voy a despertar. El viejo miraba temeroso a Gabriel, la luz aureolándolo desde atrás como a un espectro, sin mover una sola pestaña.
     Se sentaron en el diván, ya eran las tres de la tarde.

     -Padre, tengo hambre.
El viejo empujó una mesa baja verde con ruedas hasta colocarla delante del sofá. Luego, con una ostensible desgana manifestada en varios bostezos, se fue a la cocina para volver con un pan rancio y mohoso. Cortó ceremoniosamente dos rebanadas, jugando él mismo a la simbología sin darse cuenta, y puso cada una a un extremo de la mesa.
     -Este pan está horneado con el fuego del remordimiento –masculló Gabriel mirándolo con aprensión.
     El viejo se llevó su pedazo de pan a la boca y comenzó a mascarlo receloso. Era una provocación, lo sabía. Una más. Nunca le gustó su forma de expresarse. En su opinión  enfatizaba a propósito esas cosas que aprendía en los libros para encandilar a las ignorantes, como él las llamaba. Más que expresarse poética o metafóricamente, como gustaba presumir, según él no era más que rebozar en mierda la verdad por temerla a secas, juego de capones, porque no tenía el valor de decir las cosas claramente como deben hacer los hombres, como él mismo, todo un ejemplo de hombría, ni siquiera cuando se trataba de asuntos amorosos. Las palabras más feas, las expresiones más vulgares, son las que dicen la verdad, lo demás son artificios y mentiras, artimañas de cobardes, porque el mundo no es literatura.
     -Usted se alimenta de nostalgias, padre –le espetó Gabriel apurando las últimas migajas-, y sería una ironía que se nos muriese intoxicado.
     -¿A qué has vuelto?
     Gabriel retiró la mesa a un lado empujándola con el pie, estirando la pierna y haciendo contrapeso en el respaldo. Después se arrellanó y le clavó unos ojos que centelleaban veneno.
     -Sabe de sobra a qué he vuelto.
     El viejo asintió sin entender realmente, salvo el odio que palpitaba en los mensajes. Y esta pasividad y desvalimiento enardecieron más todavía a Gabriel. Qué fácil es para él olvidar. No era justo. Le hubiera gustado decirle que se cuidase un poco y se lavase, que tiempo había tenido de aceptarse. Le hubiera encantado decirle que se estaba pudriendo vivo y que se alimentaban las náuseas apenas se le acercaba y no había derecho; que el ánima que tenía encerrada en la fotografía hacía años que se fue a topar con los demonios sin esperarlo y él necesitaba encontrar al otro viejo; que no valía la pena dejarse morir de esa manera, sino al menos morir como había merecido su vida, que para eso había vuelto él, para ajustar cuentas. Y no me venga con historias, que ni rencor atávico ni nada, que se revuelven las tripas sólo de olerlo, porque huele a credo de ácido úrico y fanatismo. Sí, a eso huele, es este olor el que lo impregna como una extremaunción y no hay quien lo soporte.
     Sin poder reprimir un quejido de angustia, el viejo se levantó ayudado por un bastón labrado en madera de pino y se dirigió hacia la cocina. Andaba encorvado, renqueando el reuma y la artrosis y una vida de violencias.
     -Sí, hace bien –escupió Gabriel volteando la vista hacia el retrato-, comience por fregar, que no deja de ser un síntoma de purificación, y que no sabía cómo decirle el asco de comer las babas de su desgracia.
     Una luz espectral se filtraba por la persiana, único instrumento capaz de sofocar ligeramente el calor que anegaba las afueras. El ruido del agua y los sollozos purificatorios del viejo llegaban desde la cocina amortiguados por una atmósfera demasiado cargada. Gabriel se sumergió de nuevo en el fantasma de la fotografía. Mírame, en verdad que habría llegado a almirante. Ay padre, qué triste estás, y de aquí a poco sin juicio, si es que alguna vez lo tuviste. Te creíste un demiurgo y ya ves, no eres más que un viejo sin amor, ¿qué puede haber más triste? Es la venganza de Cupido, sí, porque se la clavaste demasiadas veces y el muchacho tiene genio. Y ni siquiera valió la pena intentar convencerte de que no merece la pena vivir así, que vivir sin principios es pura animalidad y el hombre tiene alma y hay que alimentarla, porque su hambre sólo genera envidia y odio. Sí, tú no mataste a mi madre, te mataste a ti mismo sin saberlo y has estado viviendo sin saber que estabas muerto. Sufres al muerto, aquí de carne presente, ignorando a los que viven, a los que vivimos, a los que te sobrevivimos, porque al final el único muerto de la corrida eres tú. Te estás pudriendo y ya hueles, créeme, hace mucho que hueles y da miedo acercársete. Y ahora te voy a hablar de María. Sabes que encerrada no tiene sentido. Yo la amo con locura, ahora lo sé y por eso he vuelto, para vengarme. Pero sería injusto si no aceptara también mis responsabilidades, mi culpabilidad. Sí, también yo soy culpable. No yo, si no tú, el de la foto, el que fui, eres el peor de todos. ¿Qué culpa tienes? Pues la culpa de la indiferencia, ¿te parece poca? Parte de culpa sí que tienes, ya lo creo, tú eres el muerto, el fantasma del retrato, la pesadilla de todos nosotros, el origen. Tuya es la culpa por no cumplir con el viejo después de tantos sacrificios. ¡Hasta mató a tu madre para hacerte más fuerte! La culpa por no cumplir con todos nosotros, por convertirnos en proyecciones insatisfechas. Y después viene Anita. Anita, tú con él, que para con él todo, que nunca le falte el pan que tus tripas reclaman, y tú tirando el sobrante de su hambruna, bebiéndote en copa alta su sudor y los sudores ajenos, profanando su nombre de hombre sacrificado a una locura, y vas y te enamoras o dices enamorarte de la puta que te amamantó, sí, de Anita, que te doblaba la edad cuando no eras más que un pedazo de carne con ojos, y que podía ser tu madre, y que lo fue dándote su leche a pesar de no haberte parido, porque sabes que el viejo la violó siendo una niña y nació un feto muerto, y después sucedió lo mismo en otras cuatro ocasiones, siempre venían al mundo muertos, siempre muertos, y esto era por algo, y en la cuarta vez tú llorabas huérfano y ella tenía leche que dar porque todo esto pasó cuando el viejo mató a tu madre, la verdadera, y ella, Anita, acababa de traer otro feto muerto para enterrarlo con los otros, uno más, y entonces te pasaste a su teta sin enterarte, perra vida, porque el viejo le dijo que igual daba amamantar a uno que a otro. Después creciste y reclamaste de nuevo su pecho, pero esta vez para devolverle la leche, quién sabe. Te acostabas con ella y ella te aceptaba, primero como broma, que acaricie si quiere y aprenda, el muchacho va creciendo, hasta las primeras embestidas. Después supo que ibas en serio. Le acariciabas el cabello con los ojos cerrados, le mordías los pezones con devoción, le susurrabas amores eternos sin mirarla nunca a los ojos, la penetrabas con el alma hasta arrancarle gemidos de placer que desvelaban al viejo, cabrón, ya estabas vengándote. Y todo ello ebrio de soberbia e inmortalidad, creyendo que podías amar un imposible, que la carne es un adorno, que lo importante va por dentro, es lo invisible. Sí, siempre rehuyendo la realidad. Pero a ella la matabas de placer cada noche y sus carnes rejuvenecían en tus manos, o quizá era al contrario, se oscurecían de vejez prematura, declinaban de deseo parricida, a saber, a ti qué te importaba. Te restregabas el otoño del mundo, cabrón, porque siempre pensaste en metáforas. Hasta que llegó María y el castillo se derrumbó. Viste en ella a Anita antes de que el viejo la violara; viste en ella a tu madre antes de que el viejo también la violara. También a ella la imaginabas temblando de niña, sí, también a ella, a tu propia madre, odiándote seguramente por ser lo que eras, el pecado, el fruto de una violación, el hijo del viejo. Ella sólo era el recipiente ultrajado, sin amor recibido y hasta es posible que sin amor que dar, quién sabe, quizás soy injusto juzgándola así y hasta puede que me quisiera más todavía por esto, porque soy también una víctima como ella, y entonces te despertaste, te hallaste solo, te odiaste, odiaste más que nunca al viejo, te sentiste despreciable, te quisiste matar, pegarle fuego al prostíbulo, te habías convertido en un monstruo, en otro él, tenías que resucitar para poder ser tú mismo y por eso te enamoraste de María, sí, por eso te enamoraste de María, para odiarte a fondo por haber vivido tanto tiempo.

     El viejo regresó de la cocina con síntomas de fatiga. Volvía cabizbajo, humillado, con las manos ostensiblemente escondidas en los bolsillos. Su andar despertaba compasión, arrastrando los pies y mirando al suelo, con el bastón suspendido de la correa de cuero que le sujetaba el pantalón deshilachado de pana marrón, grotescamente grande para su cuerpo enjuto y gastado, cilicio de penitencia obligada, él que siempre despreció a los miserables, que siempre te las diste de rico, fíjate, tanto jactarte de vestir como dios manda.
     Se sentó sin decir palabra, pero dejando escapar un tímido sollozo. Al rato se sacó las manos de los bolsillos y, como objetos extraños a él, las dejó quietas sobre las rodillas para observarlas.
     -Se me han llagado –prorrumpió de golpe, visiblemente alterado.
     -A ver, déjeme verlas. Será que el agua ha revelado en ellas la mancha de su conciencia. Vamos, enséñemelas le digo, que no creo que en sus manos y en su edad quepa el simbolismo.
     Sobrecogido por lo que estaba viendo, Gabriel se quedó mudo, sin entender. El viejo consiguió desasirse y se quedó contemplando con resignación sus manos tristes y llagadas.
     -Yo no lo sabía, padre, perdóneme, nunca creí estas cosas. Pensaba que era cosa de viejas, ya sabe, leyenda y nada más… Podría estrangularlo ahora mismo, créame… Si pudiera olvidar, padre, pero no puedo, de verdad que no puedo, ¿cómo podría? Y no olvidando usted está muerto y lo sabe. Oh, padre, usted sabe que no puedo perdonarlo.

     Para cuando se levantó sintió un ligero aturdimiento. Eran ya las seis de la tarde y el bochorno era insufrible. El eco de su confesión lo amartillaba.
     -Esta noche –exclamó volviéndose hacia el viejo antes de salir del salón- vendrá Anita a cenar. Yo la invité.
     -La despensa está vacía –respondió el viejo sacudiéndose la desazón.
     -Encuentre lo que sea, que más da. Al menos ponga los cubiertos.
     Gabriel se encaminó a la cocina. Está claro, sus manos lo delatan. Abrió la despensa: vacía. Lleva razón el viejo, y estoy sin blanca. Quizás Anita se acuerde y traiga algo. Anita. A lo mejor ni siquiera llegó a quererme nunca, al menos como yo entendía que debía quererme, no de esa manera. Es posible que se vengara en mí del viejo. Yo era su niño, era un amor de madre, el sexo no tenía lugar y sin embargo nunca se me resistió. Sí, es posible que se vengara en mí del viejo después de todo. Qué carajo, hizo bien, nada que reprocharle. Sabía que el viejo no lo veía con buenos ojos, quizá por eso se restregara, sí, en verdad nunca nos miramos a los ojos. Ni siquiera llegamos a besarnos en la boca, ahora me doy cuenta de ello, estúpido, claro que se vengó en ti del viejo, porque en realidad el viejo la amaba y ella lo castigó dándole todos los hijos muertos y acostándose con el vivo que no era suyo. Pobre mujer, demasiado buena, hasta lo ha perdonado. Ha aprendido a desandar las penas tan aprisa como lo permiten las tentáculos de la memoria que agarrotan los músculos y las vísceras. ¿Pero eso es fortaleza o debilidad? Y qué más da, es más sabia que yo. Y con qué cariño acogió a María. Se vio reflejada en ella, ni me tuvo en cuenta que dejara de visitarla. Antes bien protegió lo nuestro y nos sirvió con amor de madre. Santa Anita, qué renuncia la tuya. Ahora, sentada en la penumbra, apoyada la cara contra la reja, aplastada contra el calor discurrirá para sí que no es más que un esqueleto de glorias pasadas. Lástima que la echaran a perder, habría llegado lejos con ese corazón… El viejo se moría de celos porque nunca lo quiso, pero un hijo muerto por pecado no se perdona nunca, ya lo creo que no. Y sin embargo ahora dice que sí, que está todo perdonado, a saber. La han vaciado hasta el último suspiro. Gabriel ha vuelto, acertará a balbucir cuando vea a Joaquín. El gorila estará sentado al fresco fumando tabaco verde y le dará un vuelco el ánimo, porque para él no soy más que un fantasma. La casa misma es otro fantasma, y hasta el viejo y María son fantasmas para él. En el fondo se alegrará de no tropezarse conmigo. Anita le dirá que bajaba de verla, me tropezó en las escaleras y casi se muere del susto, exagerada. Ha vuelto para vengarse, dirá Joaquín. Sí, ha vuelto para vengarse, confirmará ella, me lo dijo. Pero no es cierto, yo no te dije nada, te lo insinuaría el tajo en las venas que me curaste. El gorila fruncirá el entrecejo y escupirá con calma, reflexivamente, con sabiduría. Su vida ahora es otra cosa, la tragedia se le antoja un sueño borroso, una realidad que en su día lo tocó pero que ahora está lejos de él, se le cayó de la epidermis, no le afecta, como pasa con todo en la vida, al final los muertos se quedan sin flores, nadie se acuerda de ellos.
     Gabriel subió las escaleras despacio. Necesito escuchar su voz, no me acuerdo a qué sabe su aliento.
     -María –murmuró golpeando la puerta con suavidad.
     Al otro lado una existencia se arrastró y arañó la puerta, devolviendo el mismo lenguaje. Todo parecía arrastrarse en aquel lugar maldito, hasta el tiempo.
     -María, te amo.
     Oyó un sollozo al otro lado y esta vez golpeó con el puño cerrado, con fuerza.
     -¡Te amo, María, ¿me oyes?, te amo!
     Cayó al suelo y se arrancó la venda. Volvió a sacar la navaja del cincho y reabrió la herida. La sangre comenzó a manar a borbotones, ya conocía el camino. Sintió al otro lado lamerla a medida que se derramaba por allá, pero en realidad lo que sentía era la lengua de María recorriéndole el cuerpo, porque tenía los ojos cerrados a la realidad, o al menos a esa otra realidad más fea y gris, sin poesía ni licencias, y más allá de sus párpados sólo vivía con ella, en ella, para ella. La sentía beberla a tragos, con avaricia, sedienta, la imaginaba rebosándole de su boca negra de sexo y perdón; la veía frotándosela por todo el cuerpo y se regocijaba con la idea, las dos manos restregándosela bien, con la lascivia que merecía el momento: el vientre, los muslos, el pie, el cabello, el pubis, la nariz, la boca, los labios del sexo, hasta metérsela hasta el fondo para infectarse de su misma enfermedad, de su misma agonía, de su misma resurrección; la sentía al otro lado reptar de placer, convulsionarse, arañarse la piel, chuparse los dedos húmedos de sangre como una posesa, bruja, mulata, chupándolo a él, succionándolo hasta agotarlo, poseyéndolo hasta fundirse en un solo cuerpo de sudor y miel de ostras.
     Y cuando ya comenzaba a descreer en las horas, a perderse en el tiempo de la otra vida, se oyó un profundo rugido de placer, imperioso, urgente, atronador, salvaje, demasiado humano para serlo, demasiado verdadero para ser humano, que le retumbó en las entrañas, lo terminó de marear, de desfallecerlo, y algo chorreó por debajo de la puerta desde el otro lado que no era sangre.
     Gabriel se incorporó al borde de la muerte, desangrado, y con la camisa se rehizo el torniquete para detener la hemorragia. Besó la puerta hasta desollarse los labios, y entonces la oyó, su voz de mulata, de mujer de verdad, el alma en los recodos roncos de su acento sin patria:
     -Te amo… te amo… te amo.

     El viejo dispuso la mesa avalando con la cubertería de plata su miseria. Eran las nueve de la noche. Se sentaron enfrentados, cada uno a un extremo; la panera vacía y simbólica en el centro, las copas relucientes, el mantel de gala. El viejo se había duchado y afeitado y parecía un lustro más joven. Se parecía más a él, para hacer justicia a la verdad. Gabriel, acodado sobre la mesa, lo desafiaba con la mirada. Él, en cambio, reconcentraba la suya en el plato vacío. Míralo, cualquiera diría. Parecía todo candor, santo él, anestesiado con la blancura deslumbrante de la porcelana. Entonces Gabriel, sin despegarle los ojos se quitó con parsimonia la venda empapada de sangre, desenrollándola lentamente, como quien despliega un pergamino de cruces. Alrededor del corte un cerco morado y en el monte de carne elevada algunas gotas de sangre fresca que escapaban del volcán por la fuerza de sus latidos. El viejo, así provocado, no pudo por menos de mirar, y en el gesto de levantar la vista levantó también la vieja conciencia: se despertó otro hombre, el antiguo. Mudó todo él como la serpiente que muda la piel, sólo que él se mudaba por dentro, despertaba tras el largo letargo que hasta a Anita había engañado. La otra resurrección. ¡Todos resucitados! Había vencido Gabriel y ahora sí lo miró al viejo con odio a los ojos sin sentir remordimientos, porque aquel viejo era muchos viejos, no uno solo débil y desvalido, triste y consumido por la vida. Sabía que te encontraría, a mí no podías engañarme, te desenmascaré, viejo, sabía que seguías siendo tú, hay cosas que nunca cambian, que no pueden cambiar. Los ojos del viejo se clavaron en la herida, duros e inmisericordes. Se balanceó en la silla apretando los labios en un rictus sobrecogedor. Pero Gabriel le sonrió con desdén sin un ápice de miedo mientras se pasaba la mano por la herida, mostrándola sin vergüenza, acariciándola con satisfacción.
     -Me corté mientras andaba en el jardín preparando su ramillete de flores, padre, el que pienso poner en su tumba.
     La tensión vibraba entre ambos con un aire funesto. De repente entró Anita, tímida, avanzando indecisa, fuera de lugar, vestida de luto prematuro o premonitorio. Se extrañó al verlos sentados y se notó. Esperaba la tragedia, el desenlace, había llegado demasiado pronto.
     -Buenas noches –balbució como quien no sabe qué decir.
     El viejo contrajo los hombros, quejumbroso. Gabriel torció los labios con ironía.
     -Siéntate Anita –le dijo Gabriel señalándole la tercera silla, a un lado de la mesa.
     Anita obedeció y se sentó. Es lo que siempre había hecho, obedecer, pobre mujer.
     El silencio extendía sus tentáculos hasta estrangular las gargantas. Se prolongaba desafiante como un juez implacable y severo. Ahora se miraban de soslayo, el viejo y Gabriel. Anita parecía rezar por lo bajo, con la cabeza inclinada y la manos entrelazadas sobre el regazo. Si al menos disimularan los rencores, debió pensar, me está quemando tanto odio. Yo sabía a qué venía, qué me iba a encontrar, y quizás mejor, las cosas que han de pasar cuanto antes mejor, pero… Miraba la cubertería, sin más alimento, y se persignaba a escondidas.
     De repente se oyeron crujir las vigas en lo alto, unos pasos, silencio, una silla, lágrimas, un balanceo, un golpe seco, silencio de nuevo, una sacudida, un gemido, silencio.
     Los tres clavaron la vista en el techo. Por unos minutos el tiempo jugó con  ellos, transcurrió  lento y cruel, jugando a siglos. Entonces, a través de la juntura de dos maderos escurrió una gota de sangre y fue a caer al plato de Gabriel. Los tres parecieron muertos, de pálidos como se quedaron. El plato comenzó a llenarse; el goteo era ya río. Gabriel mojó el dedo en la sangre y se lo llevó a la boca. Se lo chupó con los ojos cerrados. Después tomó el plato y bebió de él. La sangre le escurría por la comisura de los labios con lascivia, pero tenía el rostro descompuesto, todo sufrimiento, las lágrimas vivas. Fue entonces cuando saltó el viejo sobre él como un resorte y se enzarzaron a navajazos… Los que el viejo se llevó.
     -¡Maldito seas, ésta por María… y ésta por mí… y ésta por mi madre… y ésta por Anita… y por las otras!
     Le sostenía la cabeza entre los brazos, le sostenía la vida, el último aliento, y sintió compasión.
     -No se me muera, viejo, dígame algo, no se me muera, yo no quería…
     Se apartó con pasos temblorosos, reculando, dejándolo tendido en el suelo con los ojos abiertos y sin expresión, hasta que chocó con la pared.
     -¡Maldito viejo de mierda! –gritó abalanzándose de nuevo contra él en un ataque de furia, golpeando violentamente el cadáver. Después cayó de rodillas junto al mismo. Ya sólo quedaba el aturdimiento y un poso de consternación. Quizá arrepentimiento, quién sabe, o ausencia de rencor.
     Anita se llegó al cadáver, se agachó y le cerró los ojos. Volvió la mirada hacia la mesa. La sangre había rebosado el plato y escurría ahora hasta el suelo. Fue en ese momento cuando elevó  las manos al cielo y no pudo contener un grito espeluznante: estaba gritando toda una vida.
     Gabriel despertó de súbito, vencido un largo minuto de profunda conmoción. Echó a correr, tropezando con las paredes, que parecían estrecharse y contornearse a su paso: el techo lo aprensaba, los pasillos se multiplicaban, el suelo se volvió resbaladizo. Subió las escaleras de tres en tres al menos, el alma adelante, tirando de él, a punto de ser exhalada. Derribó la puerta de una patada. Y con la puerta viniéndose abajo lo recorrió un estremecimiento de espina dorsal segada.
     Un cuerpo desnudo de mujer, un esqueleto de piel morena y húmeda se balanceaba al extremo de una soga. Los brazos le colgaban como ramajes infértiles, la savia manando de una de las muñecas, rajada con un cristal.
     La ventana estaba abierta hacia dentro, pero cegada por dos tablones de madera agujereada que apenas permitían entrar el aire. En ellos se mecía con la brisa de la noche su vestido blanco, tremolando como un último verso. El sonido de los grillos trepaba por allá hasta inundar la habitación, que olía bien, a madreselva y tomillo. Las maderas recortaban la luz de la luna a su antojo, dibujando misteriosos garabatos en las paredes y el suelo tapizado de novelas de amor, para morir finalmente en el torso de María. Era una noche tranquila, calurosa y secreta, como una noche más de aquella estación.

     Gabriel bajó las escaleras con gran aplomo, en sus brazos el cuerpo de María desfallecida por al menos una eternidad. La tumbó en el sofá, dejando que su cabeza colgara, los cabellos sueltos barriendo el suelo. Cogió el retrato y lo estampó hasta hacerlo añicos. Se quedó unos minutos allí, al pie del viejo, entre los cristales rotos y María en el sofá tumbada se diría que dormitando la resaca de un largo día. Luego Anita lo vio adentrarse en el corredor y oyó el gemido de crujir de unos goznes oxidados y después el golpe seco de la puerta al cerrarse.





EL BAILARÍN

Dentro de tres horas estaré muerto. Al menos según mis cálculos. Y mi deseo. Es el tiempo que necesito para escribir este último y breve testimonio de mi existencia, esta puñalada justamente merecida al mundo decadente que me aplaude y venera. A esos imbéciles. Una autobiografía apurada que sirva para disuadirlos de profanar mi tumba con sus babas y panegíricos. Mi deseo es impedir, dejando testimonio del desprecio que siento por todos ellos, que se condecoren a mi costa quienes en nada contribuyeron a mi gloria. Que, salvo que convengamos en que el odio que hicieron germinar en mí fue una fuente inagotable de inspiración, los incluye sin excepciones (...)