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Gonzalo Alfaro Fernández


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GALIANA


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¡¡GANADORA DEL PREMIO PILHES!!





GONZALO ALFARO FERNÁNDEZ



GALIANA






ÍNDICE



  • LIBRO PRIMERO. Mis muertos
  • LIBRO SEGUNDO. Agustín Buendía
  • LIBRO TERCERO. Sus vivos
  • LIBRO CUARTO. Camilo y Bartolomé
  • LIBRO QUINTO. La ley
  • LIBRO SEXTO. Esteban
  • LIBRO SÉPTIMO. Galiana
  • EPÍLOGO. La verdad


 


LIBRO PRIMERO




MIS MUERTOS



     Santa Madona, Galiana, me vuelves tan loco que me arrancaría las venas a mordiscos para resucitar a tus labios con la emoción de un beso de Judas invertido, sin mácula de sacrilegio ni sospecha! Antes, al contrario, una traición a los prejuicios, a la mediocridad, a los cánones; una traición tan sublime que no bastarían las generaciones todas, hasta remontarnos a Adán y Eva, sean carne o símbolos, para conmoverme de igual forma. ¡Ya lo creo que me arrancaría los dedos de la mano para imprimir con ellos mis huellas en tu alma! ¡Oh Galiana, si sintieras tan siquiera la mitad de lo que siento! Créeme si te juro que de tanto sentirte mi corazón ya no palpita sino maquinalmente, sin sentimiento ya de tanto sentir, como un Pessoa viejo y desgastado. Le doy cuerda impulsivamente, demencialmente, arrastrando las arterias como escobas de esparto,  hasta reventar la manecilla, el tiempo de mi reloj informe, hasta que los líquidos cósmicos del engranaje marcan la Hora, el silencio de la creación... Galiana, sin ti, que la tierra reviente, ¡y a mí qué me importa! ¡Por los clavos de la humanidad, mi amor por ti es más fuerte que los cimientos del mundo!... Galiana, mil veces Galiana, infinitamente Galiana.


     Al alba de mi recién nacido ardor así pasaba yo las horas, sentado en el recio alféizar de la ventana, mirando al vacío, ocupado todo el día en soñarla.


     Galiana no es un capricho, ni una manía. Menos aún un simulacro o una estrategia para afrontar el desasosiego vital que a mis sesenta años cumplidos me amenaza en pago de una vida sin hazañas memorables. Irrelevante es que cuente mi amada veinte primaveras frente a mis sesenta, ¡que sólo a los necios y a los moralistas se les escapa que el amor no entiende de edades! Galiana es una necesidad... Mi necesidad. Ahí radica la profundidad del drama. La necesito como se necesita el aire para respirar o las alas para alzar el vuelo. ¿Pero cómo hacérselo entender a mi familia, ahora que habían muerto todos? Y necesitaba que lo entendieran, porque también ello era una necesidad. Y una necesidad imperiosa precisamente porque jamás, siendo nuestros sinos antagónicos, había recibido de ellos aplauso alguno, fueran cuales fuesen mis intenciones y logros. Y en tanto que mi amor por Galiana trascendía, ¡trasciende!, todos los límites, sobrevolando la esfera de lo conocido, extraorbitando la pasión humana, en esa misma medida, excesiva, debía obrarse el milagro. Debían claudicar esta vez; debían estar conmigo, a mi lado, apoyarme; debía ser ésta la ocasión especial que cambiara nuestras relaciones, que las volcara en una reconciliación, aunque fuese tardía. Debían, en definitiva, dar el visto bueno a mis planes nupciales. Ahora, muertos y reconciliados, o nunca.


     Si de por sí Galiana es irresistible, con esa mirada suya tan luminosa y esos hoyuelos de infarto, yo me apliqué en embellecérsela aún más si cabe, presentándosela ataviada con el dorado manto de la poesía. Ante todo que entendieran el inmenso amor que le profesaba.   


     Comencé por sacrificar amaneceres y ocasos para refugiarme junto a ellos en la galería de retratos. Su sola visión me espantaba tanto como su memoria, he de reconocerlo, pero allí estaba yo, haciendo de tripas corazón, sumergido en una pinacoteca preñada de insufribles recuerdos. Menos mal que mis escalofríos eran apaciguados por la fotografía de mi amada, que colgué frente a ellos para que se fueran familiarizando con ella. Yel frío del desprecio lo combatí con el calor íntimo y adicional de la vieja estufa de leña, que resistía,  heroicamente, al empuje de los nuevos inventos. Románticamente me atrevería a decir, como yo mismo y las circunstancias que han marcado mi vida.


  

II



     Pintados por el genio de renombrados artistas, los retratos se alineaban a lo largo de la galería en riguroso orden cronológico de defunción. De izquierda a derecha, en singular viaje genético proclive al mareo. Inaugurando el paseo, mi tatarabuelo Albino, padre de la saga, y cerrándolo, mi santa madre, que en paz descanse.


     Al principio, he de admitirlo, a pesar de nuestras desavenencias, con su tácita enseñanza de cenizas aliviaban en parte la resignación con que contemplaba el mundo, abatido por la melancolía. Sus almas, retratadas sin máscaras de arrugas ni contingencias  fisiológicas, ancladas al tiempo por la taxidermia del olvido, emergían cuando se las miraba como verdaderos espejos de la condición humana, almoneda de trascendentalidad. La verdad hecha materia a costa de empeñar las vigilias. Hasta la luz que se filtraba por los ventanales me parecía más irreal, más tenue y tamizada que la intención de los pintores que los retrataron. Una luz perturbada y alienante. Yo me sentía desahuciado en medio, rehén, apegado a ambos mundos, respirando ambas realidades, asfixiándome en ellas, maldiciéndome, maldiciéndolos. ¿Y por qué había de justificar amarla?, me preguntaba una y mil veces sin obtener respuesta. ¿Puede la condición humana degradarse tanto, hasta llegar al punto de tener que justificar la fuerza que precisamente nos convierte en humanos? ¿Por qué necesitaba su aprobación? ¿Acaso el amor no es en sí mismo una justificación de la propia existencia?, ¿acaso hay fuerza alguna, siquiera la fe, más poderosa que él? ¿Y es que acaso la fe no es otra cosa que amor, un amor ciego e incondicional?... ¡Esta maldita sensación de desarraigo que me ha perseguido siempre! Andaba yo buscando desesperadamente comprensión, con cierta sensación de culpa, mientras los homínidos, vivos y muertos, a mi alrededor, rodeándome, cercándome, parecían burlarse de mí, siendo incapaces de amar ni con la infinitesimal intensidad con que yo lo hacía, ¡lo hago! ¿Cómo no sentirme cada vez más extraño entre ellos?, ¿cómo no sentirme, por qué no decirlo, superior a ellos, en tanto mi capacidad amatoria supera  hasta su misma capacidad de comprensión? Y sin embargo presentía que si fracasaba esta vez, si no conseguía su aprobación, su anhelado beneplácito, me hundiría. Sería algo parecido, para entendernos (¡tan desagradable!), como poner a remojo de ideales a un político y que a pesar de ello de su dilatado vientre no fuese capaz de expeler  mas que al anticristo. Suena feo, lo sé, pero nada más ajustado a la realidad.


    Torturado por mi imaginación hallé en el verso el bálsamo capaz de librarme de la locura. Cargaba la tinta en el pozo de mis sentimientos, mi eterno abismo, y en el trance de la creación me entregaba a componerle los más hermosos versos que jamás amante haya compuesto a su amada. Tan profundos eran, emociones en carne viva, que apenas despellejados debía quemarlos para no granjearle a mi amada la envidia de las musas oficiales. No me apenaba, sin embargo, en absoluto, porque me bastaba a mí haberlos sentido al escribirlos, que a nadie necesitaba demostrárselo, y en mis ojos ella podría leerlos cuando quisiera, y palparlos en mi piel, mi pergamino de cruces.


     Pero tal extremo de entrega alcancé que el solo arte de la métrica se quedó cojo para expresar cuanto sentía. Mi pasión desbordaba el silencio. Comenzaron entonces a manar de mi pecho, desgarrado y hambriento de ella, baladas con que alimentar un océano de parnasos. Y fueron precisamente estas baladas, esta lava incendiaria salida de mis entrañas, estas brasas arrancadas a mi alma, las que despertaron los celos y recelos de mis antepasados hasta conjurarlos contra mi voluntad.




III



     Cada vez que entonaba una balada, rascando la garganta hasta que  las arterias batían palmas, me aguaban la fiesta con sus caras de vinagre, malditos. Mis nervios zozobraban por momentos como naves a la deriva en un mar de bancos de arena. ¿Cómo podían ser tan insensibles, tan desalmados, tan secos de arte y sentimiento? Un vago temblor me estremecía entonces, mis pensamientos naufragando. Miraba al futuro, soñándolo, y para mi estupor una pesadilla me envolvía. Nos veía a los dos, a Galiana y a mí, sobre un puente de madera. Un puente cualquiera de madera verde, con los pretiles también de madera y las tachuelas pintadas. Estábamos abrazados como dos amantes de neón incrustados en un postal antigua, sepia, y bajo nuestros pies escuchábamos un estremecedor ruido de chatarra, un río ferruginoso y oxidado. Y a este ensordecedor ruido lo acompasaba el terrorífico eco de unas risas familiares. Entonces nos inclinábamos sobre la barandilla y veíamos emerger sus rostros, a cuál más terrorífico, burlándose de nuestro abrazo, nuestro amarnos, ellos, impostores. Yo la abrazaba con más fuerza, desafiante, y justo en ese preciso instante ella comenzaba a parpadear, toda ella, como una bombilla a punto de fundirse. ¡Yo mismo relampagueaba!... hasta acabar extinguiéndonos.


     Ésta fue la gota que colmó el vaso. Podía aceptar sus malas caras -la resignación, para con ellos, siempre fue mi maestra de ceremonias- ¡pero de ninguna manera iba a consentir que se inmiscuyeran en mis sueños, siempre febriles de exaltación! Querían guerra, pues la tendrían. Jurada estaba. Mi paciencia nunca fue un pozo sin fondo, ya lo creo que no, no alcanzando más hondura que la huella que mis pies puedan horadar en el suelo, ese relicario de necios. Por ello, no habiendo conseguido por las buenas su aceptación, cayendo en saco roto mi buena fe, hube de recurrir a las malas. Así las cosas me vi obligado a profanar el dogma primero y piedra angular en que se cimentaba el honor de mi familia, clavando el estoque hasta el fondo en la oscura cicatriz que ocultaba como un lugar prohibido la verdadera historia de mis ancestros.

     Siempre estuvo protegida por un aura misteriosa mi ascendencia. La que ellos inventaron, claro, el escudo de mentiras con el que se presentaron en sociedad. Porque la historia real era mucho más sencilla y menos lustrosa, como todas. Ahora sonaba a rebato, y las campanas las tañía yo. No iba a tolerar de ninguna manera que la mirasen con desprecio, a mi amada, tan superior a ellos en cuantas virtudes puedan nombrarse. Los pondría en su sitio, serrándoles los tacones sobre los que se erguían soberbios y orgullosos para rebajarlos a su verdadera estatura, a ras de suelo. Les haría sentir el vértigo, sí,  ¡pero por lo cerca que quedarían de la tierra! Y eso que yo mismo, siendo niño, oteando a ciegas la neblina genealógica más de una vez imaginé pasados heroicos y sangres épicas reivindicando en mis venas la divisa sagrada de mi apellido...  Tristes sueños de gloria aquellos. A alimentar mi fantasía contribuyó en gran medida, como siempre sucede, la ignorancia. Más allá de mis tatarabuelos Albino y Virginia todo era bruma cerrada. En realidad no hubo héroe moderno ni mitológico que no entroncara con el emblema de mi escudo: de Odiseo a Napoleón, de Jasón al Che, sin olvidar a otros héroes de otras guerras como Cervantes o Goya. Antes de que la razón viniera a secuestrar la magia con que había concebido el mundo, a ensombrecer mi verdad con su veracidad incierta pero categórica, y antes, mucho antes, de que ésta concibiera sus propios mitos, incluso llegué a creer la historia que me inculcaron desde el destete: que mis tatarabuelos fueron modelados en petróleo e insuflados a la vida pasada la pubertad algunos lustros... el capitalismo como Génesis y Mesías. Después, como decía, cuando la razón irrumpió en mi vida, abriéndome de par en par la curiosidad para enseñarme los caminos de la desconfianza, puse en tela de juicio cuanto me habían enseñado... es decir, sus mentiras, ¡la gran mentira! Pero la verdad seguía sin aparecer, agazapada como una liebre asustada. Fue entonces cuando, fiel al desafío especulativo, me dio por escuchar los rumores de la gente, que inducían a pensar en orígenes nómadas. Ni siquiera aristocráticos, como en su día se atrevió a apuntar el tío Gabriel, otra oveja descarriada que siempre se negó a acuñar la religión del maná negro y que con su humor ácido e indescifrable indigestaba a diestro y siniestro a quien se le acercaba, mascando sus teorías como cuajarones de mierda, con perdón.

     -Además -discurrió una vez para mí- sería en todo caso ánam, nunca maná,  porque el petróleo mana de las profundidades de la tierra, negro y viscoso como las entrañas de tus parientes. 

     Así andaban las cosas por casa. Yo sopesaba con religiosidad todas las teorías, propias y ajenas, hasta que la evidencia saltó a la palestra. Que en verdad no era sino la gran mesa llena de grasa y pucheros de la cocina. Por una vez la balanza de la verdad se inclinaba hacia la opinión popular. Sin que fuera la objetividad en conciencia, eso se presupone, claro está, pero su sustancia, a pesar de corromperla la envidia de algunos, era más sólida que la gaseosa combustibilidad de la inmaculada y sagrada mentira.

     Nacían los rumores envueltos en la sorna del vino y el calor trasnochado de la cocina. Y sobre todo en las rollizas nalgas de Carmina. En mi precocidad gustaba de espiar al servicio en sus correrías nocturnas, cuando, dando por supuesto el sueño de conciencia tranquila de los “señoritos”, se entregaban a la fiesta de la crítica. Salía yo a hurtadillas del dormitorio y bajaba de puntillas, a eso de la medianoche,  para asomarme, sin respirar apenas, por el agujero de la cerradura. A veces, con suerte, la puerta estaba entreabierta y podía a mi antojo buscar los ángulos más apropiados para satisfacer mi curiosidad. Allí permanecía de pie horas enteras, ávido de aprendizajes. Carmina, genio y figura, era el alma indiscutible de la comidilla. Mientras Paco me iniciaba sin saberlo en las picardías del sexo adúltero, entreteniendo su mano diestra en acariciarle los generosos muslos a la vista escondida de la falda y de los ojos de Eusebio, su marido, se deleitaba ella en narrar con toda suerte de chanzas la otra versión de la historia familiar, tan distinta de la por mí mamada, con detalles que prefiero omitir por ser sin duda producto de la efusión de la libido que consumía sus carnes y espoleaba su inventiva. Y es que la mano experta de Paco palpaba más allá del decoro, haciéndola estremecerse en convulsiones que llegaban sincronizadas con los ritmos narrativos de la historia, o la herejía, quién sabe, pero que la hacían más creíble, y que en mi tierna fantasía se enraizaba con un aroma de sexo proscrito y leyenda del que jamás pude desprenderme y habría de estigmatizarme para siempre.

     Resumida la historia, venía a ser la siguiente: dos mendicantes andrajosos e incivilizados (por echar mano del eufemismo, tan en boga) asomaron un día su indigencia por el pueblo, sin ser capaces ni el cura ni las autoridades competentes de sonsacarles la procedencia ni las intenciones. Juan y Mariana se hacían llamar por aquel entonces, las almas en pena. El cura, don Martín, por lástima, o tal vez por remordimientos, acabó regalándoles el erial propiedad de la parroquia en que se asentaron. Al menos que ésa fuera su tierra prometida, debió pensar el buen hombre. Allí durmieron las primeras semanas al raso, desnudo mi tatarabuelo, tal como vino al mundo, para economizar lavados, hasta que otra alma caritativa, o escandalizada, a saber, Rita, añadió al detalle de las tierras unas mantas y un poco de leña. Del pan que comieron buena cuenta dieron de él el hambre de los gorrinos. Así sobrevivieron todo el verano hasta el otoño, que trajo frío y lluvias. Entonces se animaron a construir una choza, en plan Neandertal, para soportar mejor los rigores de la nueva temporada. Y fue precisamente clavando la estaca de madera carcomida que habría de constituir el pilar central de la tienda cuando descubrieron que estaban asentados sobre una laguna de petróleo.

     Tan pronto como se resolvieron los litigios con la Iglesia, que reclamó sus antiguas posesiones con todo el fervor de su credo, mis tatarabuelos sustituyeron la chabola por una mansión, los harapos  por ricas sedas de Oriente y la manta que les alfombraba el suelo por blanco e impoluto mármol de Carrara. Y así, poco a poco, a golpe de talonario, fueron adquiriendo una autoridad y un nombre, proteos ejemplares de la especie humana. Y entre metamorfosis y metamorfosis (¡no iban a quedarse ellos a la zaga de la aristocracia!) se rebautizaron Albino y Virginia, coronándose a un tiempo de honorabilidades y nobleza por gracia santísima. Así, con tanta facilidad como renegaron de sus orígenes se armaron de prejuicios, y cómo no, de pretensiones, acuñando por dogma primero el pragmatismo. Y en lo que a mí me concierne, por lo que refiero esto, es porque en su nueva religión  apostaron por las bodas convenidas, con o sin la aprobación de quienes habían de sufrir el santo sacramento.


IV


     Con gran aflicción, temblando de desánimo, sufría su inquina hacia mi amada sin estoicismo que pudiera consolarme. A todos, uno a uno, a quien más y a quien menos, se les fue agriando el gesto. No la consideraban digna de ellos... ¡De ellos, ahora desenmascarados, ¿cómo se atrevían?! No menguaba, no, ni un ápice su arrogancia, su altanería, su prepotencia... No se avergonzaban de su actitud, no bajaban la cabeza en señal de arrepentimiento por tanto envanecimiento. Más altivos cada vez, se propagaba entre ellos, como si de una epidemia recriminatoria se tratase, una muesca de desagrado. Algo así como si tuvieran una conciencia colectiva de especie y trataran de inculcármela para hacerme caer en la cuenta de que cometía un grave error amando a alguien tan inferior a ellos, a nosotros; como si quisieran cargar sobre mis espaldas la conciencia de la degeneración, ¡ellos, los auténticos degenerados! 


     Mientras los contemplaba, con una mezcla de compasión y odio, tratando de descubrir quiénes fueron realmente los instigadores de la revuelta, se me revelaba, para mi pavor, que ya no existía máscara alguna en ellos, que la máscara ahora era su propia piel, que el rostro primigenio se había disuelto en la máscara, o viceversa. Que, en definitiva,  estaban irremediablemente perdidos. Demonios, la congoja se apoderó de mí. Ni en uno solo de ellos podía refugiarme para buscar consuelo, porque ni uno solo de ellos era en verdad él mismo, sino un monstruo.


     Habrá algunos que se preguntarán cómo es posible que los muertos ejerzan tal influencia sobre los vivos, a lo que yo respondo que contrariar a un muerto es lo mismo que contrariar a un vivo, a menos que quien lo haga sea tan cobarde y mezquino que sólo tema las represalias físicas y tangibles, dando cuenta de aceitunas a eso que llaman remordimientos de conciencia (...)