La capacidad de ver la paja en el
ojo ajeno pero no la viga en el propio es algo que nunca deja de asombrarme. Le
sucede a las personas y, en su conjunto, a las sociedades. Pocos son los que
ante el escaparate de las vidas ajenas no se echan las manos a la cabeza. Especialmente
cuando los juzgados son miembros de otra cultura o sus propios antepasados.
Esto, contra lo que pueda parecer, no es un acto reflejo de la hipocresía, sino
una clara manifestación de la necedad. O un signo inequívoco de la ceguera en
que se vive. Sólo la distancia disuelve la niebla y aclara el entendimiento.
El hombre moderno toma por fanático al
hombre medieval que consideraba una parrillada humana como un designio divino y
sin embargo asume como lo más natural las hambrunas y matanzas que
provoca el capitalismo salvaje. Parece no comprender que el mismo disparate es consagrar
la vida a un dios imaginario que a un sistema estúpido y cruel. A fin de
cuentas se trata de sacrificarse en aras del delirio megalómano de esta
criatura desquiciada que es la humana.
El problema que subyace es la no aceptación de
la absurdidad de la existencia. Hasta que el hombre no asuma su radical
contingencia, hasta que no comprenda en lo más íntimo de su ser que es un mero organismo
prescindible y casual en este vasto universo y persista en la necesidad de
encontrar un sentido a su vida, estará a merced de las mentes maquiavélicas,
harto prontas para inventarle finalidades y paraísos. Hasta que no asuma, con todas
sus consecuencias, esta verdad, el ser humano, inmaduro y vulnerable, será siempre
víctima de algún sistema nefasto. Que el sistema capitalista haya
convertido al ser humano en un objeto productivo es tan lógico como que un
Estado teocrático convierta a sus súbditos en creyentes. El grado de
adoctrinamiento no es menor, simplemente distinto. Por eso es normal escuchar,
dichas con toda gravedad, necedades del tipo “el trabajo dignifica”. Frase
sagrada que la sociedad ha asumido como un santo mandamiento, sin
cuestionársela siquiera.
Miren ustedes, sin entrar en vagas
disquisiciones sobre el término dignidad, y aceptando su acepción más
consensuada, digo yo que en buena lógica lo único que dignifica al ser humano
es la potenciación de sus atributos humanos. Y no todos, obviamente, sino sólo
los positivos. Ya me dirán ustedes qué dignidad hay en malgastar una vida
trabajando a destajo en la producción de cosas que en nada benefician a la
humanidad sino antes bien la perjudican gravemente. Y ustedes me dirán qué
motivo de orgullo puede tener la persona que precisada por la necesidad o la
codicia se dedica a tales actividades en detrimento de su desarrollo intelectual y emocional. ¿Nos
hemos vuelto locos o idiotas? La única dignidad que le cabe al hombre, presuponiendo
esta su absurdidad existencial, es
tratar de vivir lo más apaciblemente y mejor que pueda. Vivir una vida de
sufrimientos e injusticias evitables en pos de arbitrarias finalidades no
demuestra sino una inmensa estupidez. ¡Qué herida mortal ha infligido a
Occidente la obtusa moral judeocristiana basada en la exaltación del
sufrimiento y la resignación! ¡Qué gran hacedora de frustrados!
Para conseguir que
toda una sociedad transija con un sistema que además de ser injusto e
innecesario produce una insatisfacción general, es necesario utilizar una serie
de mecanismos de alienación. De todos los inventados a lo largo de la historia
de la humanidad sin duda el más refinado es el moderno. Ninguna otra forma de violencia psicológica, de las
perpetradas hasta el momento, ha sido tan sutil y agresiva como la manipulación mediática. Una
lobotomía certera de mortales secuelas que no deja cicatriz. Si atendiéramos
a su verdadera responsabilidad, los magnates de los medios deberían ser
condenados por lesa humanidad. Han sido los ministros del gran engaño. Todo
este abyecto sistema que padecemos jamás habría podido consolidarse sin su
inestimable ayuda, sin su atroz manipulación de la realidad y su estrategia de
despiste. Imaginemos por ejemplo, en lo referente a la última crisis, que en
lugar de callarse lo que estaba ocurriendo para luego, una vez destapado el
escándalo, hablar del Mercado, Bruselas o el poder financiero, se hubieran
dedicado desde el principio a desentramar lo que se estaba cociendo, a informar
sobre las prácticas especulativas de los bancos, a desenmascarar a los responsables
últimos del tinglado revelando los nombres y apellidos de quienes tomaban las
decisiones, de los políticos que los encubrían, así como a explicar con detalle
tanto el beneficio particular que les iba en ello como el perjuicio que
ocasionaban al resto del planeta. Entonces, señores, otro gallo hubiera cantado.
Pero con esta infame estrategia de ocultar la realidad para permitir que se
cometan los crímenes y después culpabilizar a diestro y siniestro a entidades
abstractas no sólo ayudan a que los criminales actúen impunemente, sino que
además luego los libran del linchamiento. Es una estrategia que primero encubre
el delito y después al delincuente, impidiendo primero la rebelión de la
ciudadanía, a quien se la mantiene en la ignorancia, y después desanimándola a
rebelarse. Si hubieran contado la verdad, lo que se estaba tramando y
ejecutando, se habría podido frenar a los bastardos. Porque al final se trata
de eso, de impedir que se concrete el odio. El justo odio que cualquier
ciudadano decente debería sentir contra la gentuza que lo agrede. Pero la única
violencia legitimada es la que ellos ejercen contra los demás. Toda acción que
se dirija contra ellos es automáticamente condenada en los medios como la peor
de las bajezas, algo que cuanto menos resulta chocante por la abismal
desproporción entre ambas. Es así que se dedica más tiempo y soporta más
reproches el ciudadano que insulta a un político en plena calle que ese mismo
político que ha favorecido el contubernio bancario y puede que hasta esté
detrás de algún genocidio en el extranjero. Los medios se han dedicado arteramente
a canalizar la rabia hacia el aire en lugar de hacia los malnacidos que armados
de poderosos fuelles levantan la polvareda que asfixia y ciega al personal. Bien
se puede decir entonces que los medios de comunicación los carga el diablo. El
mismo que los ha inventado para su uso y provecho.
No es de extrañar, por tanto, que los mass media se hayan convertido en el
juguete preferido de los poderosos. Son un instrumento capaz no sólo de
justificar la vileza, extendiéndola por doquier, sino de inventar un mundo
irreal donde mantener ensimismado al personal mientras lo atracan. El
maravilloso invento ha trastocado el orden de las cosas. Ahora un país se puede
gobernar con mano férrea sin imposiciones sangrientas. Ya no es necesario para
imponer una injusticia aplicar una cruel represión. Es más aséptico y
eficiente el gaseado mediático. Con este lavado de cerebro al pueblo se le
mantiene contento con el sucedáneo que se le ofrece, llenándole la cabeza de
pensamientos y sensaciones que en realidad poco o nada le conciernen. Piensan,
sienten, gozan y sufren como marionetas. Pero marionetas con lágrimas y
sonrisas reales.
Ahora comprenderán que no es un disparate si
afirmo que si en el S.XX se alfabetizó a la población mundial no fue por causa
de una plaga incontrolada de políticos filántropos, sino por la necesidad de
hacer rentable el nuevo invento. Nunca se pretendió culturizar y volver más sabia
a la sociedad. Jamás se hizo el menor esfuerzo por incrementar su capacidad
crítica. Muy al contrario, todos los esfuerzos se destinaron única y
exclusivamente para que pudieran entender los mensajes con que iban a
bombardearla, con que iban a escribirle un nuevo mapa mental, dibujándole un
mundo maniqueo y onírico menos creíble que la bondad del tío Sam.
Inmersos como estamos en una sociedad
crédula e inmadura que a todo da pábulo sin pasarlo por la criba del
raciocinio, el poder dañino de los medios se ha vuelto devastador. Con unos
burdos juegos de artificio han resucitado la Edad Oscura. Los mass media son la versión tecnológica
del boca a boca del fanatismo. El cauce de los prejuicios y los tópicos
modernos. Con todas sus maledicencias y tenebrismos.
Antes, las beatas resentidas escupían su veneno contra el que no comulgaba o vivía en pecado mortal y ahora, al servicio de nuevas creencias, un ejército mediático sirve dócilmente al sistema dictatorial de lo políticamente correcto. De esta demagogia capitalista y suicida que algunos ingenuos todavía llaman democracia. Basta poner los pies fuera del redil y el lazo te atrapa y mortifica. Los tertulianos y columnistas son los nuevos jueces de la inquisición y los platós e imprentas sus hogueras, con sus focos como llamas y sus tintas como cicuta. Al pueblo, embrutecido e ignorante, le basta leer, ver o escuchar una noticia propagada por alguien cuya honestidad y solvencia profesional y humana desconoce para forjarse una opinión sobre una persona, una obra o un hecho concretos de los que en realidad nada sabe a ciencia cierta.
Antes, las beatas resentidas escupían su veneno contra el que no comulgaba o vivía en pecado mortal y ahora, al servicio de nuevas creencias, un ejército mediático sirve dócilmente al sistema dictatorial de lo políticamente correcto. De esta demagogia capitalista y suicida que algunos ingenuos todavía llaman democracia. Basta poner los pies fuera del redil y el lazo te atrapa y mortifica. Los tertulianos y columnistas son los nuevos jueces de la inquisición y los platós e imprentas sus hogueras, con sus focos como llamas y sus tintas como cicuta. Al pueblo, embrutecido e ignorante, le basta leer, ver o escuchar una noticia propagada por alguien cuya honestidad y solvencia profesional y humana desconoce para forjarse una opinión sobre una persona, una obra o un hecho concretos de los que en realidad nada sabe a ciencia cierta.
La primera función de los medios es por lo
tanto seleccionar con cuidado los temas sobre los que quiere crear opinión, y
una vez seleccionados tergiversar los hechos de manera que resulte imposible
reconstruir el puzzle de la realidad para hacerse una idea cabal de lo que
acontece. Así mismo es sintomático el que nunca se analicen a fondo las
virtudes de otras culturas. Cuando saltan a la palestra es sólo para mostrar su
lado negativo en su intento de reforzar la visión utópica de Occidente. No se trata, pues, sino de conformar el pensamiento de la sociedad. De
dirigirlo hacia donde les conviene. Así que los medios no son sino un gran
escaparate publicitario donde se vende un sistema y la forma de vivir en él.
El segundo aspecto, el de la conformación de
ciudadanos ejemplares, se aprecia claramente en el tratamiento de los
personajes ficticios. Las personas brillantes, las personas críticas, los
estudiosos, los científicos, los intelectuales, son casi siempre ridiculizados
como seres grotescos, torpes, feos y paradójicamente estúpidos por inadaptados,
mientras que el papel heroico se le regala a los rebeldes aborregados e ignorantes –pero con un gran corazón, por
supuesto- que terminan integrándose en la sociedad subyugados finalmente por
sus virtudes. Ya saben, los personajes megaguays,
claras víctimas del sistema consumista, los padres de familia y trabajadores modélicos
que jamás protestan por las condiciones de semiesclavitud en que viven -antes
bien, resignados heroicamente, asumen
sin rechistar todas las penalidades para sacar a sus familias adelante sin
desesperarse-, y por supuesto el grupo más numeroso de héroes lo conforman los
esbirros del sistema: policías, militares y jueces. Es por esto que
se puede llamar con toda propiedad a la caja tonta la gran fábrica de ciudadanos modelo.
Otro de sus grandes cometidos es el de destruir
la ética y los valores humanos que dignifican la existencia. Ya saben, los que
arman los brazos para la lucha y predisponen el espíritu para el combate.
Veamos un simple ejemplo de cómo consiguen rebajar
la exigencia ética de una sociedad mediante un uso maquiavélico de los medios. Remitámonos
a un caso concreto. Juzguemos si el simple hecho de poner en la picota pública
a una persona cualquiera es sólo un gesto de mal gusto o tiene un trasfondo más
vil y perverso.
La cosa funciona así: basta cobrarle
ojeriza, temer a alguien o ambicionar un aumento de audiencia para saltar a
degüello sobre un “inocente” y sacrificarlo en aras del espectáculo. Que la
televisión es un homenaje a la estulticia, el mal gusto, la chabacanería, la
envidia y la ordinariez es harto sabido. Pero esa colección de programas donde
el insulto y la descalificación son la norma, ¿están justificados por el
espectáculo? Alguien pensará que así es, que no es tan grave, pero yo afirmo
que es mucho más grave de lo que parece porque no sólo refleja la catadura
moral de la sociedad que consume dicha bazofia sino que contribuye de manera
eficiente a degradarla cada vez más. Y se puede extraer de ello, sin miedo a
equivocarse, la conclusión de que la antigua virtud, el honor y la dignidad se
consumieron en el fuego fatuo de la sociedad moderna, que las edades míticas
del hombre desaparecieron, que la antigua raza se extinguió y una larva vacía y
seca, amortajada, ha alumbrado a un ser sin atributos. Sí, a todas estas
conclusiones se puede llegar atendiendo al éxito que alcanzan ciertos programas.
No se engañen, los medios han contribuido de
la manera más eficiente a que las prácticas perversas de políticos corruptos,
jueces inmorales, periodistas deshonestos, empresarios sin escrúpulos, abogados
mentirosos, viles banqueros y en definitiva, toda la gente ruin e indigna, haya
podido corromper con su melifluo aliento el cielo ético de este planeta.
Es de una ingenuidad que asusta creer que
este desarme moral es gratuito. No se destruye la dignidad del hombre por accidente.
Antiguamente bastaba un insulto o un mal gesto para batirse, en pos del honor,
en duelo mortal. Quizá fuera exagerado, pero era mejor que recibir sin poder
rechistar cualquier desagravio, reduciéndose uno con esta atadura a la
insignificancia de un gusano. Los medios han asumido con gusto el trabajo
sucio. Nada más fácil que arrojar basura sobre alguien cuando el acto es
legalmente gratuito y económicamente lucrativo. Convertir la infamia en un
espectáculo convierte a cada individuo en un potencial juez diabólico. O un
mártir sin causa, según en qué bando se encuentre. Y díganme, perdido el respeto
hacia el prójimo -que es al final de lo que estamos hablando-, ¿qué dignidad
nos queda entre ceja y ceja? ¿Quién va a mover un dedo ante el atropello de los
derechos de su vecino? El resultado no puede ser otro a la larga que una
sociedad insolidaria, irrespetuosa e individualista. Sí, lo han adivinado: la
sociedad ideal que persiguen los canallas. ¿Cómo si no una minoría podría
imponer un sistema despiadado sin que la mayoría rechistase?
Las consecuencias que se derivan de tal
proceder son inmediatas y se ramifican por todo el organismo social. Gracias a
este trabajo de devastación moral y a esta inoculación de la apatía y el
individualismo ciudadanos, se ha conseguido trasladar la ignominia al que
debería ser el último bastión de justicia fría, sesuda, neutra y rigurosa, los
tribunales, como si de un proceso natural se tratara, cuando nada hay más
artificial y arbitrario que la Ley. Sólo mediante esta previa devastación de
los principios morales se ha conseguido que la ley no sólo pueda ser absurda,
injusta, descabellada y peligrosa, sino que además se aplique sin la rebelión
ciudadana, que es lo más grave del asunto. Después de lo dicho no debe ya
extrañarles que indultar a criminales y criminalizar a ciudadanos honrados sea
ley de vida. Ahora comprenderán que este disparate tiene una correlación
directa con lo que sucede en los medios, donde basta una campaña publicitaria
bien orquestada para desacreditar al más honesto de los ciudadanos o endiosar
al más bastardo ante la opinión pública. Lincharlo o enviarlo al cielo envuelto
en celofán es una cuestión de querencias, no de justicia. Como en los
tribunales. Basta ver con qué frecuencia se ensañan en la picota tertuliana o noticiera
con todo aquel que levanta una voz con argumentos contra el sistema o, en contraste,
las obscenas entrevistas amistosas a parásitos de la política, para comprender qué
clase de justicia puede esperar uno, en un plató o en un juzgado.
Huelga decir que una vez instalada esta
corrupción moral en el sistema no hay persona o institución que esté a salvo
del desahucio. Aislados en el anonimato de una sociedad individualista y
egocéntrica uno debe temer todos los vientos, porque según aticen por uno u
otro flanco te derriban.
No, no se dieron palos de ciego. Desde el
inicio todo estuvo muy bien orquestado. El juzgar gratuitamente, sin pruebas,
por todo interés el morbo que ocasiona hacerse eco de ciertas noticias y
escándalos que se avienen a los mandamientos de la podredumbre intelectual de
Occidente fue sólo el comienzo del experimento, la puesta a punto del arma de
destrucción ciudadana. Derrocar la dignidad humana fue su prioridad. Con ella
sana y en plena forma hubiera sido imposible llevar a buen término sus planes. Después
todo vendría rodado. Era cuestión de tiempo que diera sus frutos. Pero
obviamente no era su único objetivo. Pronto las miras apuntaron más alto. Lo
siguiente fue inventar una realidad paralela, un mundo ficticio. De ello se
encargarían los periodistas. Y por último, la puntilla: liquidar a los enemigos
del sistema, los individuos críticos, como en toda buena dictadura. Para ello
nada mejor que amarrarlos fuertemente a la gran diana mediática y hacerlos
girar hasta su desacreditación total entre ficciones, tertulias medio serias y
telediarios medio estúpidos.
Para mantener la estolidez del resto de la
población, hecho el desbaste moral inicial, basta con aplicarle dosis diarias
de programas basura donde se pisotee a conciencia la dignidad humana. Con esto
se consigue mantenerlos encanallados y al mismo tiempo recordarles lo poquita
cosa y ridículos que son. Por si acaso se les ocurre toser.
¿Qué esperaban? De mentes bastardas sólo
nacen proyectos bastardos.
Que sean felices…
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